Eclesiástico 3, 17-29
Salmo 67
Hebreos 12, 18-24
Lucas 14, 1.7-14
La semana pasada Jesús
decía que muchos últimos serán primeros. Hoy las lecturas nos proponen este
«mundo al revés» que parece desvelarse en la Biblia hebrea y en los evangelios.
Un mundo donde los humildes son enaltecidos, donde se premia la pequeñez y la
sencillez. Un mundo donde los invitados al banquete son los pobres que no
pueden corresponder. Un mundo donde los «importantes», los ricos y los soberbios
no caben. Un cielo donde millares de ángeles hacen fiesta con los pobres, las
viudas, los huérfanos, los desposeídos de la tierra. Ellos son los primeros en
el banquete de Dios.
¿Es que Dios alienta la
pequeñez, la miseria y el dolor, como denunciaban los filósofos de la sospecha
y los vitalistas ateos? ¿Es el cristianismo un consuelo para mediocres y
fracasados? ¿Una religión victimista y resentida contra los que buscan la
grandeza? Esta preferencia de Dios por los pobres ¿no será una forma de
enemistad contra el desarrollo del potencial humano?
Cuando leemos un trozo de
los evangelios o de la Biblia no podemos aislarlo del resto, pues podemos
correr el riesgo de no comprenderlo bien. ¿Cómo Jesús, que no dejó de aliviar,
curar y consolar, puede representar a un Dios que ama lo miserable, lo ruin y
lo enfermo? No, no es así. Dios quiere dignificar al ser humano y darle vida
para que florezca en su esplendor. Al mismo tiempo, es tierno y compasivo como
una madre, de ahí su especial predilección por los más débiles y sufrientes.
Dios no puede soportar el dolor: Jesús se apiada de los que más padecen. Y aunque
las personas que sufren no puedan devolvernos jamás el favor o la ayuda
prestada, Jesús nos insta a que las atendamos y les abramos las puertas de
nuestras casas e iglesias. Ellos son los primeros invitados al banquete del
reino. Quizás serán, también, los que más agradecidos se sentirán, pues no tienen
nada y lo reciben todo.
En cambio, la Biblia nos
previene contra la actitud arrogante del cínico o del que se cree grande y
merecedor de todo: honor, reconocimiento, primeros puestos en los banquetes… Cuántas
veces nos peleamos por estar en primera línea, por «salir en la foto», porque
nos cuelguen medallas o reconozcan lo que hacemos. Incluso en nuestros
servicios pastorales, en las parroquias, no estamos exentos de la tentación
vanidosa. El libro del Eclesiástico dice que la herida del cínico es de mal
curar. Porque el cínico, en el fondo, es el que se basta y se sobra, nadie
tiene que enseñarle nada. Es impermeable al consejo del sabio, pero también al
amor y a la compasión. No necesita nada y acaba aislado en su orgullo,
lamiéndose sus heridas en la más completa soledad.
Jesús nos previene. La humildad,
donde uno reconoce sus límites y nadie se erige por encima de los demás, es un
camino seguro hacia el reino de Dios. Y san Pablo habla con imágenes muy bellas
de cómo será el banquete celestial: «ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo…
asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo».
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