Jonás 3, 1-10
Salmo 24
1 Corintios 7, 29-31
Marcos 1, 14-20
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Las tres lecturas de hoy hablan de un mismo tema, pero con
matices distintos. El núcleo de todas ellas es la conversión. El mundo está en
crisis, nuestra vida se tambalea y muchos valores parecen a punto de perderse…
pero no todo está perdido. ¡Hay esperanza! Si cambiamos, veremos la luz.
La primera lectura nos relata la misión de Jonás en Nínive,
una ciudad opulenta y corrupta que vive de espaldas a Dios. Jonás va de mala
gana a ese antro de pecado, predica y… ¡la gente se convierte! Tanto, que Dios
perdona la ciudad y la salva. Hasta el más pecador puede cambiar y enderezar su
vida.
Jesús, en cambio, no predica la desgracia y la destrucción,
como Jonás. Él no amenaza. Su argumento no es el miedo —cambiad o seréis
condenados—. Él anuncia una buena noticia: ¡el reino de Dios está aquí! Pero
para acoger esta noticia también es necesario convertirse. No por temor, sino
para poder disfrutar de esa vida nueva que Jesús anuncia. Hay que abrir el
corazón.
San Pablo recoge el apremio de Jesús. El apóstol habla a una
comunidad que vive en un mundo no tan diferente del nuestro de hoy: un gran
imperio, el romano, que impone su dominio; una época de expansión económica,
comunicación intensa y encuentro intercultural. Al mismo tiempo, es una época
de crisis de los viejos valores y de búsqueda espiritual por parte de muchos.
Para los primeros cristianos no siempre era fácil vivir en un entorno que podía
ser hostil, como hoy. Pablo nos invita a vivir con desapego, sin aferrarse a
las cosas y tampoco a las ideas.
Es bastante frecuente que, en momentos de inseguridad, nos apeguemos
a lo que consideramos nuestros baluartes: ya sea el dinero, la familia, las
instituciones o las ideas y valores que siempre hemos defendido. Pero todo
esto, dice Pablo, está cayendo. «La representación de este mundo se termina».
Todo es incierto y puede derrumbarse. Por tanto, de nada sirve refugiarse en
los bienes materiales, en el ocio o en el trabajo, en las estructuras sociales
o en las viejas instituciones. En medio de la crisis, la única seguridad es
Cristo, el amor de Dios y de los hermanos. Nada más.
Este desapego de las cosas es lo que Pablo expresa con
frases contundentes que nos pueden sorprender: los casados, que vivan como si
fueran solteros; los ricos empresarios, como si no tuvieran nada; los alegres,
como si no tuvieran motivo y los tristes, sin dejarse vencer por la desolación.
Es lo que los santos llaman ecuanimidad: serenidad en las penas, moderación en
las alegrías, desapego en la riqueza, confianza en la pobreza.
Hay que entender estos consejos. Pablo no nos llama a ser
personas insensibles, carentes de pasión, ¡él mismo fue una persona
apasionada! Tampoco nos llama a ser
masoquistas y a negarnos la alegría de vivir. Lo que nos está diciendo es que
renunciemos a la posesividad, al apego, que en el fondo es una forma de
esclavitud. Cuando nos creemos dueños y propietarios de nuestro dinero, nuestro
esposo, nuestros hijos, nuestras actividades…, acabamos comportándonos como si
fuéramos dioses, y disponiendo y utilizando a las personas y las cosas para
nuestro beneficio. Esto nos puede dar una falsa sensación de poder y seguridad,
pero el día que algo falle o nos falte, ¿qué haremos? ¿Vamos a hundirnos? ¿Nos
enfadaremos contra el cielo? ¿Nos vamos a desesperar? El apego se sostiene en
nuestro miedo a perder, no en nuestro amor.
Pablo nos está diciendo que pongamos a Cristo en el centro
de nuestras vidas. El que confía en Dios jamás naufraga. Puede ser sacudido por
el oleaje de la vida, pero saldrá a flote siempre porque tiene una tabla
salvadora que nunca se hunde: la cruz de Cristo, el amor de Dios. Y este amor
le da la fuerza para vivir intensamente todo, sin agarrarse a nada, sin poseer
nada, sin querer dominar nada. Esta es la libertad de los hijos de Dios.
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