1 Samuel 3, 3-19
Salmo 39
Corintios 6, 13-20
Juan 1, 35-42
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Las lecturas de hoy giran en torno a un tema crucial: la vocación. Todo cristiano esta bautizado. Pero a menudo hemos sido integrados en la Iglesia como parte de nuestra educación y nuestra cultura. Muchos seguimos fieles por tradición y fidelidad familiar, pero ¿cuántos nos hemos sentido llamados, tocados, interpelados por Jesús? ¿Cuántos somos cristianos, no porque seguimos algo que se nos ha impuesto, sino como respuesta a una llamada? ¿Cuántos somos cristianos por enamoramiento, con pasión?
Las lecturas de hoy giran en torno a un tema crucial: la vocación. Todo cristiano esta bautizado. Pero a menudo hemos sido integrados en la Iglesia como parte de nuestra educación y nuestra cultura. Muchos seguimos fieles por tradición y fidelidad familiar, pero ¿cuántos nos hemos sentido llamados, tocados, interpelados por Jesús? ¿Cuántos somos cristianos, no porque seguimos algo que se nos ha impuesto, sino como respuesta a una llamada? ¿Cuántos somos cristianos por enamoramiento, con pasión?
La primera lectura nos habla de la vocación de Samuel.
Samuel recibe por tres veces una llamada de Dios, que lo llama dos veces por su
nombre: ¡Samuel, Samuel! Explican los rabinos que llamar dos veces a una
persona es un acto especial. La llamada apela al cuerpo ―la vida terrestre― y a
alma ―la parte de la persona que no muere, y que está conectada de modo
invisible a Dios, al cielo―. Por tanto, la vocación implica cuerpo y alma,
implica vida física, material, y vida espiritual. La vocación abarca todos los
aspectos de la persona: lo natural y lo sobrenatural. Por eso una persona
llamada no puede serlo a medias. Tampoco los cristianos podemos serlo a medio
gas, no podemos ser cristianos de domingo, en misa, entre las cuatro paredes de
la parroquia, y cuando salimos a la calle ya dejamos nuestra “devoción” para
ser como todo el mundo. Eso no es vocación. Somos cristianos, es decir, amigos
de Cristo, que queremos vivir su vida en nosotros, hasta las últimas
consecuencias: en casa, en el trabajo, en nuestro ocio; comiendo, descansando,
hablando, divirtiéndonos, sufriendo y amando. Todo cuanto hacemos debería
impregnarse del estilo de Cristo.
Esto es lo que san Pablo quiere decirnos en su exhortación
de la segunda lectura, cuando habla del cuerpo. Quisiera resaltar tres cosas.
Primero, nos dice que nuestro cuerpo es para Dios. El cuerpo en la cultura
hebrea significa toda la vida, todas
nuestras fuerzas físicas y mentales. Entregar a Dios nuestro cuerpo significa
consagrar a él toda nuestra vida. Pero Dios no nos arrebata nada, ¿quién sino
él nos dio el cuerpo y la vida? Y más aún, Dios se nos da a nosotros. Pablo
añade que «el Señor es para nuestro cuerpo». Casi siempre olvidamos esta parte:
nos debemos a Dios, ¡pero él se nos ha entregado antes! Nos da a su Hijo, su
Hijo se nos da como pan, como alimento no sólo espiritual, sino material. Con
la eucaristía, toda la materia del mundo queda santificada. ¡Ni el cuerpo ni la
materia son malos! Son creación y son instrumento de santidad, siempre que los
ofrezcamos con amor. Dios no sólo nos da una vida terrena, finita y mortal,
sino una vida eterna, porque lo que hizo con Jesús lo hará con nosotros:
resucitará nuestro cuerpo mortal para invitarnos a una vida que no podemos
imaginar.
«Vuestros cuerpos son miembros de Cristo»: quiere decir que
estamos unidos a él, como las ramas al árbol. Recordemos la imagen de la vid y
los sarmientos. Sentirnos parte de Cristo cambia nuestra vida: no estamos
solos, somos parte de algo mucho mayor, un cuerpo inmenso y resucitado, que
vive y ama para siempre. ¡Estamos llamados a algo muy alto!
La consecuencia de esto es que no podemos vivir de cualquier
manera. Si somos parte de Dios, miembro de su cuerpo, toda nuestra vida es
sagrada, y también nuestro cuerpo físico. No podemos tratarlo de cualquier
manera. Pablo habla de la fornicación como ofensa al cuerpo, porque es un uso
del cuerpo para algo que no es amor, sino lo contrario. Pero podemos extender
su exhortación a muchos aspectos de nuestra vida. Si nuestro cuerpo es templo
del Espíritu Santo, ¿cómo debemos cuidarlo?
¿Cómo cuidar un templo, un santuario, una casa? Lo
mantenemos limpio, hermoso, bien decorado. Evitamos que se acumule la suciedad,
procuramos comportarnos con respeto y delicadeza. Lo mantenemos y hacemos las
reparaciones necesarias. No lo acumulamos trastos ni basura… Pues lo mismo con
nuestro cuerpo. Hay que evitar llenarnos de malos pensamientos, pero también de
toxinas, de mala comida que nos ensucia la sangre y deteriora nuestras
funciones vitales. ¿Cómo vamos a dar gloria a Dios si estamos enfermos,
cansados, adormecidos y con brumas mentales? Cuidar el cuerpo con descanso,
alimento bueno y ejercicio es también dar gloria a Dios. Pero este cuidado no
es porque sí, por pura vanidad o egoísmo, sino porque estando bien, estando
sanos, podemos amar y servir mejor a Dios y a los demás. Hay que estar en forma
para ser buenos cristianos, buenos apóstoles, evangelizadores con el ejemplo de
una vida sana, alegre, santa. Y, sobre todo, no perder el tiempo ni usar
nuestro cuerpo y nuestras energías para nada que no sea amar.
Una nota sobre la lectura del evangelio, que es tan hermosa.
Juan, el apóstol, describe su primer encuentro con Jesús. Apenas cuenta qué
pasó, sólo recalca dos cosas. Una, que lo conoció porque otro se lo indicó. La
buena noticia, la vocación, a menudo viene de mano de otras personas que
señalan u orientan, como Juan Bautista: «Ahí tenéis al Cordero de Dios». Y los
dos discípulos van a él. Estos dos avisan a sus hermanos. Cuando un encuentro
te cambia la vida, ¡no puedes dejar de comunicarlo! Quieres compartir esa
alegría. Así, Juan y Andrés llaman a Pedro y Santiago. ¡Venid! Pero… ¿qué les
dijo Jesús a estos primeros? ¿De qué hablaron? El evangelista no lo revela,
pero da un detalle: eran las cuatro de la tarde. Los momentos inolvidables de
la vida se recuerdan así. No se nos olvida jamás ni el día ni la hora. Andrés y
Juan andaban buscando, y Jesús tan sólo se limita a invitarles al lugar donde
vive: «Venid y lo veréis». En este primer encuentro no los llama, ni los
convence, ni quiere persuadirlos de nada. Simplemente les muestra su casa… les
muestra un atisbo de su corazón. ¡Cómo debieron ser aquellas horas, para que Andrés
corriera a buscar a su hermano Pedro y dijera: «hemos encontrado al Mesías»! Y
cómo debió comunicarlo, para que el tozudo Pedro fuera de inmediato a verlo. En
realidad, Andrés «Lo llevó», dice el evangelio. Esta lectura debería hacernos
pensar… ¿Hemos tenido una experiencia de Cristo inolvidable, como la de Juan y
Andrés? ¿Una vivencia de la que recordamos el día y la hora? Quien ha sido
llamado, como Samuel, como Pablo, como Juan y Pedro, lo recuerda siempre… ¿Y lo
comunicamos? ¿Explicamos a las personas que nos importan lo que verdaderamente
nos importa y nos cambia la vida? ¿Las llevamos a Cristo?
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