Hechos 9, 26-31
Salmo 21
Juan 13, 18-24
Juan 15, 1-8
(Descarga aquí la homilía en versión para imprimir).
La imagen de la viña era muy querida para los autores bíblicos
y para quienes escuchaban las lecturas sagradas. Israel era tierra de viñedos y
el vino era la bebida de las fiestas. Los profetas hablan de Israel como la
viña que cuida el señor. Pero ¿qué frutos da esa viña? ¿Quién los recoge?
Jesús toma esta imagen y la lleva más lejos. El pueblo ya no
es la vid del Señor: el mismo Señor es la vid y nos invita a participar de su
propia vida, llamándonos a formar parte de él. Quienes creen en él,
adhiriéndose a él, son los sarmientos. Bien unidos a él tendrán vida y darán
fruto abundante. San Pablo nos habla del cuerpo místico de Cristo, del que
todos somos miembros.
¿Cómo leer esto hoy? A veces las personas somos muy
voluntaristas. Hacemos planes pastorales, organizamos muchas actividades, nos
esforzamos por evangelizar mejor y llegar a más gente, pero luego nos desanima
ver los pobres resultados. ¿Por qué la viña parece dar tan poco fruto? Incluso,
a veces, parece que sus ramas están muertas, las hojas se secan y no salen
buenas uvas. Otras veces parece que salen muchas hojas, ¡hemos tenido éxito!
Pero el aparente entusiasmo de hoy decae mañana. Muchas viñas son frondosas,
pero pocas dan fruto que llegue a madurar. ¿Qué está ocurriendo?
Jesús nos da la clave. ¿Queremos dar fruto? Nuestro primer
trabajo ha de ser cultivar la intimidad con él. No hay otro secreto. Quizás
tenemos que rezar más y hacer menos; confiar más y planificar menos; dejarle
hacer a él y ser colaboradores suyos, y no al revés. Muchas veces nos
comportamos como héroes esforzados, emprendemos grandes misiones y pedimos
ayuda a Dios. ¡Debería ser al revés! La gran misión la cumple Cristo, y
nosotros somos sus ayudantes. Lo único que nos pide es que estemos a su lado,
bregando con él, amando con él.
La carta de san Juan desarrolla esta idea. Juan es
clarísimo: de nada sirven las palabras y la fe sin las obras. No améis de palabra y de boca, sino de
verdad y con obras. Las obras son los frutos. Ellas revelan si realmente
estamos en comunión con Dios. Las obras dan a conocer que somos de la verdad. Pero ¿cuáles son estas obras? ¿Qué es lo que
Dios quiere que hagamos? Aquí es donde nuestra mentalidad occidental, tan
orgullosa, nos puede traicionar. La primera acción, la más importante, es que creamos en el nombre de su hijo,
Jesucristo, y que nos amemos unos a otros como él nos amó. Creer y amar.
Confiar y amar… pero no amar de cualquier manera, sino como él mismo.
Esta frase de Juan tiene ecos de aquel gran mandamiento
judío, la Shemá: «Escucha, Israel, el
Señor es tu Dios… Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… y al prójimo
como a ti mismo.» Jesús introduce algo más en su único mandato. Ya no sólo se
trata de escuchar, sino de creer. Porque podemos escuchar y quedarnos igual.
Jesús pide más que oír, pide que sostengamos toda nuestra vida en él, que nos
fiemos de él. Uníos a mí y creced conmigo, nos invita Jesús.
Amar al Señor con todas nuestras potencias, físicas y
espirituales, es esencial. Pero ¿cómo lo demostramos? Amando al prójimo, no
«como a mí mismo», sino como Jesús lo ama. ¡No es igual! Puede parecernos
imposible, porque Cristo ama de manera incondicional y con una ternura y pasión
increíbles. ¿Es posible amar en todo momento, amar al enemigo, perdonar
siempre, aguantar los malos momentos en que no nos apetece amar? Sí, es
posible. Pero no contando solo con nuestras fuerzas, sino uniéndonos a él, como
sarmientos a la vid. Con la fuerza de su Espíritu, claro que podemos. En esto conocemos que permanece en nosotros:
por el Espíritu que nos dio, dice san Juan. Cuando alguien ama al modo de
Dios, es evidente que está en él y con él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario