Hechos 4, 8-12
Salmo 117
1 Juan 3, 1-12
Juan 10, 11-18
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En las
lecturas de este domingo encontramos tres imágenes poderosas de Jesús: la
piedra angular, el buen pastor y el hijo del Padre.
En la
primera, san Pedro recoge una metáfora del antiguo testamento, muy conocida por
los judíos: la piedra desechada por los arquitectos que pasa a convertirse en
piedra angular del edificio. Se refiere al profeta rechazado, despreciado por
los jefes del pueblo y condenado a la tortura y a la muerte. Con el paso del
tiempo, su mensaje perdura y da vida a las gentes. Así le sucedió a Jesús:
condenado por las autoridades, muerto en cruz, parecía que su vida había
terminado en un fracaso. Pero Dios lo resucitó y ahora, vivo, infunde a todos
los que creen en él una vida nueva.
Pedro
termina con una frase rotunda que puede producirnos cierta cautela: «ningún
otro puede salvar; bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda
salvarnos». ¿Es posible que Jesús sea el único
que puede salvar? ¿Y qué ocurre con las personas que no creen, o que practican
otras religiones o formas de espiritualidad? ¿No resulta un poco cerrada esta
afirmación? Hay que entender el momento y el lugar en que Pedro la pronuncia.
Pedro no habla movido por un fundamentalismo religioso, sino por el entusiasmo
de saberse amado y salvado por Jesús. Ha experimentado su amistad, lo ha visto
resucitado y sabe que esta vida eterna, que sólo puede venir de Dios, nos es
ofrecida por medio de Jesús a todos los seres humanos. ¿Quién sino el autor de
la vida puede ofrecernos la vida en plenitud?
En el
evangelio Jesús retoma otra imagen muy querida por los judíos: la del buen
pastor que guía y protege a las ovejas. Y se llama a sí mismo «el buen pastor»,
porque hay otros que no lo son. Su trabajo es un medio de vida y de ganar
dinero, no se preocupan de lo que les ocurra a las ovejas y, ante el peligro,
las abandonan. ¿Quiénes son estos malos pastores? El mundo está lleno de ellos.
Pueden ser líderes espirituales, figuras mediáticas o de autoridad intelectual,
incluso personas religiosas, cuyo fin son ellos mismos, y no los demás. Ofrecen
mensajes muy halagadores que gustan y atraen, pero no les importa el
crecimiento de las personas, sino su ganancia personal, ya sea en fama,
economía o prestigio. Cuando los sacerdotes caemos en el “funcionarismo” y nos
limitamos a gestionar liturgias y parroquias, sin convertirnos en verdaderos
pastores con “olor a oveja”, como dice el papa Francisco, también estamos
fallando en nuestra misión.
¿Cómo
reconocer a los buenos pastores, al modo de Jesús? Hay dos aspectos clave.
Primero, Jesús no actúa solo ni por sí mismo, sino en comunión con el Padre.
Segundo, Jesús se entrega, da su vida por las ovejas. Conocemos a muchos
“pastores” que parecen excelentes… ¿Cuántos son humildes y cuántos darían su
vida por los demás? ¿Cuántos están en comunión, se dejan aconsejar y renuncian
al individualismo y al protagonismo? ¿Cuántos buscan el bien de los demás por
encima del suyo propio?
San Juan en
su brevísimo texto nos da una tercera imagen poderosa de Dios, Padre e Hijo,
unidos. Repasemos las frases:
«Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios,
pues ¡lo somos!» Juan se admira y comprende la grandeza de lo que significa ser
hijos de Dios. No es una frase simbólica, es una realidad con unas
consecuencias enormes. Sabernos y sentirnos hijos de Dios, y no fruto del azar,
arrojados a este mundo, cambia toda la vida. Si somos hijos suyos… ¡tenemos
mucho de él!
«El mundo no nos conoce porque no le conoció a él.» Juan constata que,
del mismo modo que el mundo no conoce a Dios, tampoco nos conoce a nosotros. El
mundo antiguo rechazó a Jesús, negando su divinidad. El mundo moderno rechaza a
Dios, negando su existencia. De la misma manera, muchos no van a entender
nuestra fe cristiana ni van a creer que sea posible una vida resucitada, plena
y eterna. ¡Demasiado bueno para ser real! A veces nos cuesta mucho más creer en
el bien que en el mal. ¿Nos da miedo aceptar que Dios sea tan, tan inmensamente
bueno y generoso con nosotros? ¿Nos da miedo aceptar que nuestra vida es
eterna? ¿Nos da miedo acoger el bien y la bondad?
«Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que
seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque
lo veremos tal cual es.»
¡Seremos
semejantes a Dios! Juan vuelve a una de las primeras afirmaciones del Génesis:
Dios nos ha hecho a su imagen. ¿Lo creemos de verdad? ¿Qué significa ser hijos,
semejantes a Dios? ¿De qué manera compartiremos su divinidad? No podemos
imaginarlo y con nuestra razón tampoco podemos alcanzar a comprenderlo. Pero
¿acaso el enamoramiento tiene una explicación científica? Un acto de heroísmo,
¿es razonable? Nuestros medios son insuficientes para explicar a un Dios tan
perdidamente enamorado de nosotros… pero él se
manifiesta. Se comunicará con nosotros, no puede dejar de hacerlo. La
revelación es justamente esto: nosotros no podemos alcanzar a comprender la
grandeza de Dios, pero él nos va comunicando, poco a poco, sus planes, para que
podamos acogerlos y sumarnos a ellos. No como siervos o esclavos, sino como
co-protagonistas, amigos suyos.
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