Deuteronomio, 4, 1-8
Salmo 14
Santiago 1, 17-27
Marcos 7, 1-23
Descarga aquí la homilía para imprimir.
Las tres lecturas de este domingo nos hablan de la ley de
Dios. En palabras de hoy podríamos decir que nos hablan de la verdadera
religión. ¿En qué consiste?
Desde un punto de vista humano, la religión es un sistema de
creencias, rituales y costumbres que nos acerca a Dios, y que modela nuestra
vida. Las religiones han aportado mucha riqueza a las culturas humanas, pero
también han sido utilizadas como instrumento de dominación, poder e incluso
como argumento para iniciar guerras y persecuciones. Algunos teólogos afirman
que los filósofos ateos tienen razón al criticar el hecho religioso, y que el
cristianismo, en realidad, no es una «religión», sino una experiencia de unión
con Cristo.
Si contemplamos la religión como un sistema moral
esclavizador, realmente Jesús vino a romper las cadenas que atan al ser humano.
Su mensaje fue revolucionario. Jesús no vino a fundar ninguna religión, sino a
traer el reino de Dios. Este reino es un reino de libertad, de amor, de alegría,
y la Iglesia es la familia de los que intentamos vivir ese reino en la tierra.
Pero toda experiencia con Dios, al compartirse en comunidad, acaba
revistiéndose de normas y costumbres. Esto, de entrada, no es negativo, porque
el ser humano necesita ritos, repeticiones y hábitos. Pero puede ser
contraproducente si se utiliza como una forma de controlar y manipular a las
personas. Cierta forma de vivir la religión puede convertirse en lo contrario
que debería ser: en vez de acercarnos a Dios, nos aleja; en vez de liberarnos,
nos oprime; en vez de hacernos crecer, nos mutila espiritualmente.
Es fácil para las personas caer en estos extremos, y más
cuando algunos grupos influyentes se apoderan de la religión y la instauran a
su manera. Jesús, a lo largo de su vida,
se enfrentó continuamente con estos grupos. Fueron ellos, al final, quienes lo
mataron. Los líderes religiosos de Israel no pudieron soportar a un Dios liberador,
misericordioso y bueno, que echaba por tierra su religiosidad estricta,
exigente y juzgadora. Tenían que quitarlo de en medio, y lo hicieron.
Por supuesto, Dios respondió con algo inesperado: una
resurrección y una vida nueva, que se abre a todos los que creen en él y se
adhieren a él. Ni la muerte pudo detener la fuerza del amor.
La segunda lectura de hoy es del apóstol Santiago, que tanto
insistía en vivir una fe coherente que se expresa en las obras. Santiago
explica en qué consiste la verdadera religión, la que ama Dios. No es complicada,
pero tampoco es fácil, porque pide mucho más que cumplir unas normas y
preceptos. La voluntad de Dios es que amemos, y esto se concreta en gestos muy
cotidianos y precisos: «visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no
mancharse las manos con este mundo», dice Pablo. El Deuteronomio (primera lectura) también habla
de la ley de Dios, que se concreta en los mandamientos, una ley justa que
prescribe el amor a los padres, la honradez con los semejantes, la compasión y
la atención a los necesitados, la eliminación de la codicia y las envidias
homicidas.
Muchos profetas en la antigüedad hablaron en este sentido:
Dios no quiere sacrificios, ni largas plegarias, ni ritos espectaculares. Dios
quiere justicia, Dios quiere amor al prójimo, Dios quiere compasión. Esto pasa
incluso por encima de la fe, como explica Jesús en su parábola del juicio
final. Una persona que no crea pero que practique la caridad y la justicia es
agradable a los ojos de Dios y tendrá un lugar en su reino. Una persona
creyente, practicante, pero que no haya ejercido la caridad ni la generosidad
con sus semejantes, no hallará sitio junto a Dios, porque el amor no ha anidado
en su corazón. No podrá ser feliz en un cielo que acepta a todos, que acoge a
todos y que pide la entrega total de uno mismo, sin reservas, con entera
libertad. Al igual que el hermano mayor de la parábola del hijo pródigo, los
practicantes estrictos de la religión, que juzgan a los demás, no encajarán en
un cielo que perdona a todos y olvida las faltas. No estarán a gusto junto a un
Dios tan misericordioso.
Pero ¿será posible salvarse?, pueden pensar muchos. Es tan
difícil practicar la caridad… Santiago, como el autor deuteronómico, nos dice
que el amor y la misericordia no son algo extraño a nuestra naturaleza. En el
fondo, todos lo tenemos dentro, como semilla latente. Y cuando se nos ha
predicado o enseñado, esa semilla pide crecer: «Aceptad dócilmente la palabra
que ha sido plantada y es capaz de salvaros», dice el apóstol. Dócilmente: esa
es la clave. Dejad crecer en vosotros esa semilla de amor, y actuaréis según lo
que sois: hijos de Dios, semejantes a él y capaces de amar como él. Dejemos
que el amor, la generosidad, la compasión, que tanto parece que nos cuestan,
broten de nuestro interior. Despertemos esa semilla. Recemos y pidamos a Dios
que la haga fructificar en nosotros. Y empezaremos a vivir en la tierra como en el cielo. Empezaremos a hacer realidad el
reino de Dios. Esta es la verdadera religión que seguimos.