2018-09-20

La semilla de la guerra

25º Domingo Ordinario  - B

Sabiduría 2, 12. 17-20
Salmo 53
Santiago 3, 16 - 4. 3
Marcos 9, 30-37

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Las tres lecturas de hoy son muy agudas y nos hablan de la parte más oscura de la naturaleza humana. Todas, en el fondo, explican cuál es la raíz más profunda de las guerras y el mal que asola el mundo.
En la primera lectura, del libro de la Sabiduría, se nos presenta la forma de pensar de los magnates ante el profeta que denuncia verdades incómodas. Es una mentalidad de éxito y poder que, por desgracia, muchas personas comparten, no sólo las élites. Dicen: si esa persona es tan justa y buena, Dios la ayudará y tendrá una buena vida y un buen fin. Pero si las cosas le van mal, señal que Dios la ha abandonado, ¡no será tan buena!

Con esta idea se burlaron los judíos de Jesús, ante la cruz. Fueron capaces de gastar ironías e insultar a un hombre indefenso, torturado y agonizante. Podemos pensar que nosotros no somos así. Pero ¿qué pasa cuando vemos a alguien derrotado, injustamente acusado, perseguido, difamado e incluso encarcelado, y decimos: «Algo habrá hecho»? Asociar la bendición de Dios con el éxito puede ser un error. Los antiguos profetas lo tenían claro: cumplir su misión fielmente les traería el rechazo y hasta la muerte. Jesús lo tuvo claro y así lo transmitió a sus discípulos. Seguirle a él, cumplir la voluntad de Dios, no traerá el éxito inmediato, porque el mundo, aunque está sediento de él, es tan ciego que rechaza al mismo Dios; es tan inconsciente que mata al mismo amor.

Pero ¿dónde está la semilla de este mal? ¿De dónde proceden la violencia, la guerra, la injusticia y el rechazo al hombre bueno que dice la verdad?

La semilla del mal nace del orgullo y del querer ser más que los otros. Nace del afán de protagonismo y de poder sobre los demás. Ni siquiera los apóstoles se libraron de esto, y así lo vemos en el evangelio. Jesús está enseñando a sus amigos que el hijo del hombre padecerá y morirá… ¡y ellos pierden el tiempo discutiendo quién será el primero!

De ahí que Jesús los reprenda, tome a un niño y lo ponga como ejemplo. Un niño, hoy, es una personita mimada, con derechos y mucha protección. En aquel tiempo era casi nadie, sin voz ni voto, sin derechos, a merced de sus padres. Sólo tenía valor como futuro adulto y mano de obra casi gratis… Y Jesús elige a un niño como modelo: el pequeño, el último. También el que está abierto a crecer, el humilde que se deja querer y enseñar, el que no pretende pasar por delante de nadie. Un teólogo habló de la virtud de la «ultimidad». Santa Teresa insistía una y otra vez a sus monjas sobre este punto: humildad, humildad… Nada de pretender ser más que tus hermanos.

Sí, ahí está la raíz del mal, de las guerras, de la violencia. Incluso en medios muy laicos, hoy, se habla de esta tendencia humana. Dicen los psicólogos y los expertos en maltrato infantil y en violencia de género que en el origen de todo hay una creencia arraigada en el abusador y maltratador: se considera superior a su víctima y cree que puede utilizarla en su beneficio.

Santiago en su carta (segunda lectura) es clarísimo. Nos habla en un lenguaje muy directo: «¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, que luchan en vuestros miembros? Codiciáis y no tenéis; matáis, ardéis en envidia y no alcanzáis nada; os combatís y os hacéis la guerra. No tenéis, porque no pedís. Pedís y no recibís, porque pedís mal, para dar satisfacción a vuestras pasiones». Estas pasiones no son deseos nobles ni aspiraciones de autorrealización, sino ambición de poder y supremacía sobre los demás. Son deseos desordenados, es decir, desbordados, salidos de su cauce, que pueden llegar a extremos peligrosos, olvidando el respeto al prójimo y pisoteando la libertad de los demás. De ahí vienen las guerras en familias, en grupos, en parroquias, en movimientos… y, a gran escala, las guerras entre naciones, etnias y pueblos. La violencia nace de ver al otro como un rival, un enemigo, una amenaza, un extraño. Cuando, en realidad, somos compañeros sobre este planeta, hermanos en la existencia, mucho más parecidos, en el fondo, de lo que creemos, con unos mismos deseos profundos, una misma hambre de amor y reconocimiento, y llamados a ser amigos.

No, lo más humano no es la guerra y la competencia feroz. Esto es natural, instintivo y animal. Y es verdad que las personas somos animales, con instintos y emociones muy potentes. Pero también somos racionales y espirituales, capaces de reconciliar intereses, de cooperar y de tener una visión de la realidad más amplia y más alta que el mero competir a ras de tierra. Podemos atisbar el valor de nuestras almas, podemos vernos formando parte de una gran familia y, por último, podemos vernos como hijos de un mismo Dios, «amigo de la vida», que desea nuestra felicidad y plenitud. Esto es ser plenamente humanos, y a esto estamos llamados. La guerra y la competición son un falso camino hacia el bienestar y la felicidad. La verdadera felicidad la encontramos no cuando «ganamos», sino cuando nos entregamos. Alcanzamos nuestra plenitud no cuando somos «más que» el otro, sino cuando nos sentimos hermanados y aprendemos el valor del servicio.

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