Lecturas:
Isaías 6, 1-8
Salmo 137
1 Corintios 15, 1-11
Lucas 5, 1-11
Homilía
Hoy leemos, en las tres lecturas, tres historias de tres
llamadas. Y vemos que la llamada de Dios no sólo es un encargo y una misión. Previamente
hay un don. Ser llamado es una experiencia mística y transformadora, que nos
cambia para siempre.
En la primera lectura, Isaías está rezando en el templo. Tiene
una visión y contempla a Dios en su gloria. Ante tanta grandeza, es agudamente
consciente de su pequeñez y su pecado. Se siente indigno, manchado, y teme
morir. Pero Dios no destruye a sus criaturas ni las aplasta con su poder. Al
contrario: el profeta recibe una brasa ardiente que, al tocarlo, lo purifica.
Entonces Dios pide a alguien que sea su voz en el mundo. ¿A quién enviará?
Isaías responde: Aquí estoy, ¡envíame! Esa brasa que lo ha tocado es el amor
infinito de Dios. Quien se siente realmente amado, queda marcado para siempre y
está dispuesto a todo. Comunicar a Dios se convertirá en el centro de su vida.
San Pablo explica su conversión y el enorme regalo de ser el
último de los apóstoles. Se siente lleno de la gracia de Dios, un amor
inmerecido que lo empuja a llevar su mensaje, incansable, por todo el mundo. La
pasión evangelizadora de Pablo no se puede explicar sin comprender el amor que
arde dentro de él, encendido por Cristo.
Finalmente, el evangelio explica la conversión de Pedro, el
pescador. Tras una noche de faenar en el mar, sin fruto, Jesús le pide que
vuelva a remar mar adentro. Pedro,
desanimado, obedece. Y la obediencia obra el milagro. Cuando regresa con las
barcas, cargadas de peces, Pedro sabe leer en el acontecimiento algo más que
una pesca milagrosa. Entiende que Jesús lo llama, y se siente indigno. Es la
consciencia de ser pecador, que tantos santos consideran el primer paso para la
conversión. Comprender la propia pequeñez y miseria es el inicio de una nueva
vida. Los límites y defectos, incluso los pecados, no son obstáculo para la
llamada. Dios elige a quien quiere, y no por sus méritos, sino por su capacidad
de recibir amor. Quien más amor recibe,
más podrá transmitirlo, sin orgullo, pues se conoce, y con inmensa gratitud. Esa
humildad de no creerse grande y brillante, de no pensar que todo lo que hacemos
es obra nuestra, sino de Dios, es la que nos hace libres y ligeros para volar
esparciendo la buena noticia, sin miedo y sin preocuparnos por el qué dirán. Cuando
trabajamos por Dios y haciendo su voluntad, dejando a un lado nuestras ideas y
prejuicios, nuestros afanes de vanidad y de reconocimiento, los frutos pueden
ser asombrosos.
Dios nos ama y nos llama a ser sus colaboradores. ¡Qué
alegría inmensa! En el momento en que escuchamos su llamada, todo pecado, toda
herida, toda debilidad, queda sanado. Seguimos siendo nosotros, con todos
nuestros defectos y limitaciones… pero ahora volamos en alas de alguien que es
más grande. Él nos sostiene y nos lleva. Nos da todo lo que necesitamos —la
gracia, como recuerda san Pablo—. Deberíamos entender la gracia de Dios como el
regalo de su amor, ofrecido incondicionalmente, que nos da fuerzas para
afrontar lo que sea. Basta que queramos recibirla.
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