Lecturas:
Génesis 15, 5-12. 17-18.
Salmo 26
Filipenses 3, 17 - 4, 1
Lucas 9, 28-36
Homilía
En este segundo domingo de Cuaresma me gustaría centrarme en
la segunda lectura de san Pablo, porque enlaza y profundiza en las consecuencias
del evangelio. En el evangelio leemos la transfiguración de Jesús, en el monte
Tabor. Ante sus discípulos se muestra, no ya como un simple hombre, mortal,
sino como hijo de Dios. En esos momentos lo ven más allá del tiempo y de la
historia, hablando con Moisés y Elías, resplandeciente de luz.
Jesús ha dado a conocer a sus amigos un pequeño atisbo del
cielo, para que tengan esperanza y su fe se fortalezca. También lo hace
pensando en su propia muerte y en las duras pruebas que todos ellos tendrán que
vivir. No es lo mismo sufrir y luchar pensando que todo acaba en un vacío que
esperar que, tras la muerte, se nos abre otra vida hermosa e inimaginable,
llena de posibilidades.
San Pablo parte de esta idea para animar a sus comunidades a
vivir con integridad y coherencia su fe. Los cristianos no podemos vivir como
si la vida “fueran dos días”, a disfrutar y nada más, porque todo se acaba.
Vale la pena ser honrados y cultivar la bondad y las virtudes, como auténticos
ciudadanos del cielo, pues ya lo somos. Pablo nos invita ni más ni menos que a
vivir en la tierra como si ya estuviéramos en el cielo, y esto significa poner
amor y entrega sin límites a todo lo que hacemos, perdonar, aceptar, abrazar la
realidad y a las otras personas, tal como son.
Ciudadanos del cielo. Esto quiere decir que entre el cielo y
la tierra no hay un muro infranqueable. Estamos en camino, pero ya tenemos un
pie allá. Cristo nos abrió las puertas, el Padre nos está invitando. ¿A qué? A
una vida plena, digna, que crece y se expande. Ahora todavía somos una pequeña
semilla que va brotando, pero en el cielo nos convertiremos en una planta que
se abre y da hojas, flores y fruto. Seremos nosotros mismos… y seremos mucho
más que lo que somos ahora.
¿Cómo será esto? Los interrogantes recorren la historia de
la humanidad. Siempre nos ha inquietado saber qué pasa después de la muerte, y
cómo será la resurrección, si es que se produce. ¿Cómo? No lo sabemos. Es un
misterio que ahora no está a nuestro alcance comprender. Pero Pablo lo explica
con sencillez: Dios «transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su
cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo». Para Dios,
Creador del universo, no es difícil resucitar un cuerpo y transformar una vida.
Las consecuencias de esto son grandes. Si ahora somos
semilla, de la calidad de la semilla y de su crecimiento dependerá la calidad
de la planta que salga después. Por eso lo que hacemos aquí tiene una
relevancia para lo que seremos en el más allá. Dios siempre está dispuesto a
perdonar nuestros fallos y errores. Pero nosotros ¿estamos dispuestos a dar lo
máximo y lo mejor de nosotros? Dios cuenta con nuestra libertad para mejorar su
creación. ¿Queremos colaborar con él? San Pablo concluye: «Así, pues, hermanos
míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor,
queridos». Fijaos con qué cariño e insistencia lo pide. Como una madre
suplicando a sus hijos que hagan lo correcto, porque así vivirán una vida plena
y feliz. Escuchemos estas palabras y procuremos vivir así: «en el Señor»,
siempre. Arropados por su amor, envueltos en su presencia.
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