4º Domingo de Cuaresma - ciclo C
Lecturas:
Josué 5, 9-12
Salmo 33
2 Corintios 5, 17-21
Lucas 1, 1-32
Homilía
Este domingo de Cuaresma leemos una lectura preciosa que nos
muestra, mejor que ningún relato, cómo es Dios. Es la parábola del hijo
pródigo, del evangelio de Lucas. Hay tanta riqueza y hondura en ella que
podríamos pasar toda la vida meditándola, y siempre encontraríamos algo nuevo
que aprender.
La primera lectura, del libro de Josué, nos habla del Dios
generoso que alimenta a su pueblo. Dios ha creado una naturaleza fértil de
donde sacar nuestro sustento. Como una madre cariñosa, Dios nos cuida y nos
alimenta.
El evangelio nos habla de un Dios generoso que nos da todo
lo que le pedimos, aunque luego derrochemos y hagamos mal uso de sus dones. Así
lo vemos, por desgracia, cada día. Tenemos a nuestra disposición un planeta que
explotamos y maltratamos, en vez de custodiarlo y hacer de él un jardín
habitable para todos. Dios nos ha hecho un regalo increíblemente grande y
arriesgado: la libertad. Y asume las consecuencias, aunque le duela. Nos ha
hecho libres incluso para rechazarlo a él y alejarnos de su presencia, como el
hijo pródigo.
Pero este mismo padre acoge al hijo que regresa, derrotado y
pobre, con los brazos abiertos. Como un padre tierno, que siempre perdona y
olvida, Dios nos recibe con un amor incondicional, sin reprocharnos nada.
Pocas personas se atreverían a amar como el padre de la
parábola. Muchos padres y madres aman a sus hijos y les dan de todo. Pero no
todos lo hacen de manera tan desprendida. No todos les otorgan la libertad sin
reclamar nada a cambio. Pocos aceptan que se alejen, sin resentimientos ni
reproches. Pocos acogen a los arrepentidos sin echarles nada en cara. El amor
de este padre es mucho más loco que el egoísmo de su hijo. ¿Podemos entenderlo?
Tenemos una idea bastante equivocada de Dios. La mayoría de personas
somos como el hermano mayor. Llevamos cuentas de los favores. Nos sacrificamos esperando
recompensas. Mercadeamos con la bondad. Juzgamos a los que no actúan como
nosotros. Nos atrevemos a despreciar y a condenar a los que son diferentes. Por
eso, quizás, pensamos que Dios también debería ser así: juez, supervisor que
nos vigila, contable de nuestras acciones, que castiga a los malos y premia a
los buenos.
Afortunadamente, Dios no es como nosotros. No premia ni
castiga, ama a todos, independientemente de cómo actúen. Tampoco se enfada si
obramos mal y causamos daño, a los demás y a nosotros mismos. Eso sí, le duele.
Para muchos, un padre como el de la parábola está lejos de ser sensato y es
injusto. San Pablo lo dice bien claro: «Dios mismo estaba en Cristo
reconciliando al mundo consigo, sin
pedirles cuenta de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la
reconciliación».
A menudo pensamos que Dios está enfadado con la humanidad. ¡Es
al revés! Somos nosotros los que nos enfadamos a menudo con Dios, porque las
cosas no van como quisiéramos y le echamos las culpas del mal. En vez de
percatarnos que somos nosotros quienes provocamos nuestras propias desgracias,
las achacamos a Dios. Todo lo que ocurre en el mundo es fruto de nuestra libertad.
Y pocos están dispuestos a asumir esa responsabilidad tan grande. Queremos la
libertad para hacer lo que nos place, pero nos quejamos de ella cuando nuestros
errores traen consecuencias indeseadas. Sí, también somos como el hijo pródigo,
muchas veces.
Pero el hijo pródigo cae en la miseria más honda. Y, en vez
de enfadarse con el padre, recapacita. Se hace consciente, por primera vez, de
quién es su padre y de cómo se ha comportado él. Por eso regresa. Tiene la
lucidez de no enfadarse con el padre y reconocer su error. Vuelve con humildad,
sin imaginar la reacción de su progenitor.
Dios sólo busca la reconciliación, el encuentro. Por eso san
Pablo ruega a los cristianos: «Reconciliaos con Dios». Volved a los brazos del
padre. ¡Él espera! Y está dispuesto a asumir nuestras culpas, sin ponernos una
multa ni recordarnos nuestros pecados. Dios quiere abrazarnos, vestirnos de
fiesta y acogernos en su casa. No nos quiere como criados o esclavos sumisos,
como pretendía el hijo perdido. Nada de eso. Quiere hacer de nosotros criaturas
nuevas, como dice Pablo: «Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo
viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo».
Necesitamos reconciliarnos con Dios. No es él quien se
enfada, no es él quien se aleja y nos da la espalda, sino nosotros. Él aguarda.
Cuando volvemos a él, nos restaura. Cristo es el puente que nos lleva a él. En
cada eucaristía, podemos celebrar la fiesta del reencuentro. Cada vez que tomamos
a Cristo, somos renovados por dentro y podemos empezar de nuevo.
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