2022-09-23

Un abismo infranqueable


26º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Amós 6, 1-7
Salmo 145
Timoteo 6, 11-16
Lucas 16, 19-31

Homilía

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La parábola que leemos este domingo es muy conocida. El rico Epulón que ignora al hambriento y el pobre Lázaro, hundido en la miseria, mueren. Y en la otra vida descubren que Dios revierte los papeles: el que banqueteaba y disfrutaba de la vida despreocupadamente ahora sufre en el infierno, mientras que el pobre enfermo que sufría ahora goza en la gloria.

Es fácil sacar conclusiones demasiado simples: que Dios castiga a los ricos y premia a los pobres. Pero esta parábola es mucho más densa en contenido. Jesús enraíza directamente con el profetismo de Israel.

Amós, el profeta de quien leemos la primera lectura, podríamos decir que es el profeta de la justicia de Dios. Pocos discursos oiremos, tan duros y despiadados, contra los ricos que oprimen al pueblo empobrecido. Nuestros políticos de hoy se quedan cortos, al lado del profeta, a la hora de denunciar las injusticias y la desigualdad. Amós arremete contra los que viven nadando en lujo y les promete un futuro espantoso: caerán bajo el ejército enemigo y todo su mundo se derrumbará. Sufrirán la suerte del rico Epulón, un tormento eterno, mucho más terrible aún si lo comparan con la vida placentera que han llevado hasta entonces.

El profeta Amós se indigna ante la injusticia y declara que Dios no puede querer eso. Hoy podríamos decir que tampoco Dios quiere ese abismo tan grande que se abre entre pobres y ricos, tampoco quiere el hambre y la miseria, tampoco le gusta el lujo desmesurado en el que viven los ricos, los famosos y los gobernantes de muchos países.

Pero tanto Jesús como el profeta van más allá del discurso político y social.  Porque, si lo miramos bien, quienes protestan contra los ricos, en realidad, quisieran disfrutar de esa riqueza que no tienen. Todos, ricos o pobres, estamos obsesionados con el dinero y el tener. El problema de fondo no es la riqueza y los bienes materiales, sino nuestra actitud: hemos puesto como meta de nuestra vida la prosperidad, y adoramos al dios dinero. Todo lo que hacemos, incluso rezar, es para tener más abundancia material.

Ese es el gran pecado de Epulón. Olvidar que la vida no se termina en lo material. Olvidar que, además de cuerpo, tenemos un alma. Olvidar que todo lo físico perece y que estamos llamados a algo más que a acumular bienes. Cuando esto se acabe… ¿qué nos quedará? El que ha vivido únicamente para su bienestar se encontrará, en la otra orilla, con una soledad tremenda. Se encontrará solo en el infierno del egoísmo, donde no hay lugar más que para él. Él y sólo él. Ese es el peor de los tormentos. Ese es el abismo infranqueable que no se puede salvar, porque el puente para cruzarlo lo destruyó él mismo.

El sentido de nuestra vida no puede limitarse a estudiar, para poder trabajar, para ganar dinero, para vivir cómodamente y, si podemos, ir escalando posiciones y ganar cada vez más. En esto podemos caer todos, pobres y ricos. Es más, se nos educa para que aspiremos a esto. Incluso en las familias, a menudo, parece que priorizamos el éxito material por encima de otros valores, y así lo inculcamos a nuestros hijos.

San Pablo nos da la clave para vivir de otra manera y abrir las puertas del cielo: «Hombre de Dios, busca la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre. Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna, a la que fuiste llamado».

No nos dejemos engañar por la publicidad, por los medios, por el cine y todo lo que corre por las redes sociales. No caigamos en la banalidad y en perseguir bienes perecederos, que sólo alimentan nuestro ego. No nos dejemos arrastrar por el consumismo compulsivo.

¿Cuál es el camino a seguir? Cultivar esas virtudes de las que habla el apóstol: justicia, piedad, amor, paciencia… Son las virtudes que abren nuestro corazón, nos acercan y nos vinculan a los demás. Cultivar el tesoro de la amistad, las sanas relaciones familiares, el amor, la generosidad. Acumular paciencia, escucha atenta, cariño, horas de entrega y horas de cuidado. Esta es, sin duda, la mejor inversión. Quien vive así está construyendo un pequeño cielo en la tierra. Cuando muera, tan sólo tendrá que dar unos pocos pasos para entrar en el otro cielo, el definitivo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Realmente intentar vivir las virtudes que propone San Pablo y las que usted nos sugiere, nos hace ya mas felices en este mundo y también a cuantos nos rodean y luego Dios premia con el cielo.