Después de la proclamación del texto del profeta Isaías en
la sinagoga, todos quedan maravillados ante las palabras de Jesús. Pero, a
continuación, su discurso adopta un tono de elevada exigencia.
Jesús constata, apenado, que nadie es profeta en su tierra.
No escapa a las críticas y recelos propios del ser humano. ¿Cuántas veces hemos
oído esta frase en boca de grupos, de familias, de comunidades de vecinos? Este,
¿nos puede decir algo bueno? Con nuestro desdén manifestamos inseguridad y
falta de humildad para reconocer lo bueno que tienen los demás, quizás aún
mejor que nosotros. Los judíos se enfurecen especialmente cuando Jesús hace
referencia a personajes y episodios del Antiguo Testamento, como Elías y la
viuda de Sarepta y Eliseo y el leproso Naamán. Recordando estas narraciones,
Jesús pone el dedo en la llaga ante la actitud
Pasar de la crítica al bien hablar
Esta lectura es un revulsivo para los cristianos de hoy.
Gastamos horas sin fin para criticar a los demás —qué hacen, qué piensan, cómo
hablan… Perdemos un tiempo precioso de la forma más absurda.
Ante el anuncio de la buena nueva, debemos sentirnos
impulsados a hablar de cosas positivas y bellas, para sacar a la luz aquello de
bueno que tiene cada cual. Una de las grandes misiones del cristiano es
justamente ir a contracorriente de las críticas y el rumoreo. No hablar nunca
mal de nadie, a persona alguna, debería ser un principio en nuestra conducta.
Para dejar de hacer críticas destructivas necesitamos, por
un lado, ser comprensivos y misericordiosos, a la vez que muy conscientes. Es
una frivolidad perder el tiempo en críticas banales. Una actitud humilde nos
ayudará a reconocer los dones de los demás.
Las palabras de las gentes de Nazaret pueden resultarnos
familiares. ¿Quién es éste o ésta? Si lo conocemos de hace tanto tiempo… ¿qué
tiene que decirnos de nuevo? Pues bien, aquella persona humilde que vive a
nuestro lado también nos puede enseñar muchas cosas. En la sencillez se
manifiesta el soplo del Espíritu.
Pedimos milagros
La gente espera prodigios espectaculares de Dios. Pero el
gran milagro ya se ha producido: somos herederos de su palabra. El gran milagro,
hoy, es su permanencia constante en
No podemos salir de una celebración eucarística admirados de
cuanto hemos oído y volver a nuestras actitudes fáciles y cómodas de criticar y
señalar a los demás. Aprendamos a valorar el milagro inmenso
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