En todas las épocas el ser humano ha tenido una inquietud
por mejorar su vida y trascender más allá de la pura supervivencia. Los
animales y las plantas simplemente viven y crecen, y no se preguntan por qué ni
para qué están aquí. Nosotros no nos contentamos con vivir: queremos una vida
plena, hermosa, con sentido. Una vida vibrante e intensa, que nos lleve a la
cima de nuestro potencial.
Pero en esta búsqueda de la plenitud, podemos perdernos por
caminos engañosos. En todas las épocas ha habido personas de palabra fácil y
seductora que nos brindan la felicidad por medios poco acertados y, a veces,
peligrosos. Su retórica convence, y si son personas que se rodean de éxito,
fama y riqueza, aún más. En el campo espiritual tampoco han faltado los falsos
profetas. Juegan con todo tipo de medios, desde el misticismo hasta el miedo,
la manipulación psicológica y las emociones. Son los que Jesús llama ciegos
guiando a otros ciegos. Están ciegos por su propio ego, crecido e hinchado.
Tapan con su carisma sus agujeros interiores y pretenden guiar a otros hacia el
mismo pozo donde se encuentran ellos.
Nadie es perfecto. Ni siquiera los místicos, los sacerdotes
o los grandes líderes espirituales se libran de sus miserias y defectos. Todos
conocemos los nuestros… Ahora bien, ¿cómo reconocer a un buen maestro de un
falso guía?
La sabiduría de la Biblia nos da pistas. En el libro del
Eclesiástico (primera lectura de hoy) leemos que la persona se descubre por sus
palabras. No se la puede juzgar por su aspecto o por su posición social, sino
por lo que dice, porque las palabras revelan el corazón. Y añade que el árbol
se conoce por sus frutos. Es una imagen que recogerá Jesús en el evangelio: Por
sus frutos los conoceréis. Una persona puede deslumbrar por su aspecto, por su
carisma e incluso por su retórica. También puede destacar por sus obras,
aparentemente nobles e incluso grandiosas. Pero ¿cuáles son los frutos?
Esa es la prueba de fuego: los frutos. Los frutos son una
vida fecunda, que se concreta en un bien real hacia uno mismo y hacia los
demás. Los frutos son más amor, más paz, comprensión, perdón, buena
convivencia, generosidad. Los frutos son una vida plena, tal como la sueña Dios
y como, en el fondo, nosotros la soñamos. Los frutos siempre son de vida, y no
de muerte.
Hoy, las personas tienden a buscar grandes experiencias. Todo el mundo busca vivir, experimentar, sentir algo grande dentro de sí. Hay muchos cazadores de misticismo en nuestros días. Se confunde la experiencia psicológica con una experiencia divina y esto es peligroso, pues puede poner en riesgo la salud física y mental de la persona. Santa Teresa avisaba a las monjas muy sensibles e impresionables y les aconsejaba no perseguir el éxtasis ni los arrobos místicos, pues les podía costar la salud, el crecimiento espiritual y hasta la vida. En cambio, les recomendaba descansar, distraerse, trabajar en algo físico y no aislarse. ¿Sorprenden estos consejos, en una mística como ella? Teresa era una mujer sabia, una gran madre y una buena discípula de Jesús. No caigamos en la trampa de los sentimientos y las experiencias sobrenaturales. San Juan de la Cruz, otro gran místico, decía que mucho más preciosa que cualquier éxtasis era la obediencia, humilde y libre, a la voluntad de Dios, reflejada en la docilidad a los superiores. Un acto de obediencia, de negación de uno mismo, es más valioso que todas las experiencias místicas, afirmaba san Juan. Porque de esos actos es de donde salen los frutos: mucho más allá del bienestar (o la evasión) personal, son frutos dulces de los que todos pueden alimentarse y crecer.
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