Desde pequeños hemos
aprendido que comulgar el pan y el vino significa tomar el cuerpo y la sangre
de Cristo. ¡Comer al mismo Dios! Hacer de Dios parte de nuestra carne y nuestra
sangre… ¿somos conscientes de lo que estamos haciendo? Quizás tantos años de misas
y liturgias repetidas, domingo tras domingo, nos han apagado el asombro y la pasión
que deberíamos sentir ante un misterio tan grande y la generosidad desbordante
de nuestro Dios.
En las religiones
antiguas se sacrificaban animales para ofrecerlos a Dios. En la nuestra se da
un giro sorprendente: es Dios mismo quien se ofrece a los hombres… ¡y se da
como alimento! Los papeles se cambian. Si Melquisedec, el sacerdote del Antiguo
Testamento, aceptaba las ofrendas de Abraham para darlas a Dios, Jesús, el
nuevo sacerdote, se ofrece a sí mismo a los hombres. Melquisedec ofrece lo que
tiene: los frutos de la tierra y del trabajo humano. Jesús ofrece lo que es:
toda su humanidad, su cuerpo, su sangre, pero también su divinidad. Una
divinidad que no pide sacrificios, sino solamente apertura a su amor. ¡La gran
y única necesidad de Dios es que le dejemos amar!
En el evangelio de la
multiplicación de los panes vemos unidas las dos ofrendas. Dadles vosotros de comer, dice Jesús a sus discípulos, ante la
multitud hambrienta. El esfuerzo del muchacho que da lo poco que tiene, unos
pocos panes y peces, es el valor del sacrificio humano. Su gesto generoso
provoca la respuesta de Dios: el milagro del pan abundante para todos. La
generosidad humana dispara la Providencia de Dios. Y todos comen, y se sacian.
El misterio del pan de
Dios va ligado a una necesidad básica: el alimento. Las personas tenemos
hambre, necesitamos comida para vivir. Pero tenemos otra hambre más honda, y
aunque no lo parezca, la necesitamos para vivir con mayúscula, para no morir en
vida, para que nuestra existencia sea Vida de verdad, buena, bella, con
sentido. El pan material nos nutre, y Jesús en la oración del Padrenuestro
incluye una plegaria para que nunca nos falte. Pero el pan que alimenta nuestra
alma es él mismo.
Si Cristo es pan de vida, ser cristiano significa que cada uno de nosotros también ha de convertirse en pan. Pan para los demás: para el cónyuge y los hijos, para el vecino necesitado, para el pobre, para el triste, para el hambriento de justicia y misericordia, de escucha y de amistad. Hoy es la fiesta del cuerpo y la sangre de Cristo. Nosotros somos parte de ese cuerpo. Seamos generosos, seamos entregados, seamos buen pan.
1 comentario:
Que sencillo ,grande y bien explicado.Gracias
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