2022-07-08

15º Domingo Ordinario - C

El letrado plantea a Jesús dos cuestiones fundamentales: ¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna? Y la siguiente: ¿Quién es mi prójimo? Estas dos preguntas nos interpelan a los cristianos de hoy, que también ansiamos alcanzar la plenitud de la vida y muchas veces no sabemos cómo responder ante el prójimo que nos golpea a la puerta.
«¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos? Respondió: El que practicó la misericordia con él. Jesús le dijo: Anda y haz tú lo mismo».
Lucas 10, 25-37


Quisiera empezar hoy con unas líneas de la segunda lectura, de san Pablo a los colosenses, porque son impresionantes si nos paramos a meditar su sentido: «en él (en Jesús) quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz».

¿Nos hemos detenido a pensarlo? Toda la plenitud de la vida, todo cuanto podamos anhelar, y mucho más, está en Cristo. En él la humanidad llega a su cumbre. Y su venida a la tierra tuvo como fin reconciliarlo todo, el cielo y la tierra. Ya no hay más divorcio ni alejamiento entre las cosas de Dios y las de los hombres. En Cristo cielo y tierra se abrazan. Nuestro universo, nuestra realidad, no es algo aparte de la realidad divina, sino que está penetrada de divinidad. Podemos vivir de otra manera, compartiendo la hondura de vida que nos ofrece Jesús. En él todo está unido y entrelazado. Y esto es importante: nuestra vida es una, y no podemos separar, en ella, lo divino de lo humano. Ambas dimensiones han de ir de la mano y estar armonizadas. No podemos ser religiosos de una manera y comportarnos en el mundo de otra, como si no tuviéramos fe.

La primera lectura nos habla de un mandamiento que Moisés propone al pueblo. El evangelio, con el diálogo de Jesús y el escriba, nos recuerda este mismo mandamiento. Es la regla de oro, el núcleo de la Torá: el amar a Dios por encima de todas las cosas… y al prójimo como a uno mismo. La primera parte es muy clara. Los judíos la tenían clara, y parece que los cristianos también. Hemos de amar a Dios. Pero una cosa es entenderlo y otra practicarlo. Y aquí es donde llega la segunda parte del mandamiento, la piedra de toque y de tropiezo. Porque ¿cómo demostrar nuestro amor a Dios? ¿Bastan las plegarias, las alabanzas, los sacrificios y el culto? ¿Bastan los sentimientos y las efusiones íntimas? ¿Bastan las buenas intenciones? Aquí Jesús pone el dedo en la llaga.

En la parábola del buen samaritano nos muestra a un hombre herido y tirado en el camino y a dos buenos cumplidores de la ley que, por no quedar impuros y por llegar a tiempo a sus deberes religiosos, pasan de largo ante él. Ese sacerdote y ese levita que no ayudan al pobre herido son buenos creyentes, quizás, y creen amar a Dios. Pero han divorciado la realidad divina de la humana. Se han olvidado de la segunda parte del mandamiento: amar al prójimo como a ti mismo. Y no se dan cuenta de que esa es la mejor manera de amar a Dios.

Jesús es rotundo: equipara el amor a Dios al amor hacia el prójimo. No hay mejor manera de demostrarlo. Es más, ignorar al prójimo, abandonarlo a su suerte, desatenderlo, es ignorar, abandonar y descuidar a Dios. Lo que a uno de estos hicisteis, a mí me lo hicisteis, dirá en otra parábola. ¿Quieres amar a Dios? Ama a tu prójimo, sea amigo o desconocido, vecino o extranjero. Cuida de él. Preocúpate y ocúpate de su bienestar. Hazte cargo de él cuando esté desvalido. Cúralo, llévalo allí donde puedan ayudarle. Esto es, verdaderamente, amar a Dios.

Quizás, cuando lleguemos al cielo, nos sorprenderemos al ver allí a muchas personas que no fueron muy religiosas, o incluso fueron increyentes, pero supieron amar a los demás mucho mejor que nosotros.  Quizás nos llevaremos más de una sorpresa… Ojalá no nos quedemos atrás, y ojalá Dios nos pueda acoger con los brazos abiertos, porque hemos aprobado el examen del amor.

No hay comentarios: