Todas las lecturas de
este domingo tienen algo en común: nos hablan de la bondad de Dios. Un Dios que
ama tanto que todo lo hace existir, como nos dice el libro de la Sabiduría. Un
Dios que es cariñoso con sus criaturas, sostiene a los que van a caer y
endereza a los que se doblan, como dice el salmo 144. Un Dios que honra a
quienes se esfuerzan por vivir en la fe y al modo que enseñó Jesús, como nos
recuerda Pablo. Un Dios que llama, no sólo a los justos e intachables, sino
también a los pecadores, despreciados por la sociedad. También a ellos los ama
y quiere salvarlos. Como una madre que quiere a todos sus hijos, sin excepción,
así ama Dios.
Es fácil hacer lecturas
sentimentales del evangelio de Zaqueo. La distancia del relato nos hace
emocionarnos: ¡un pecador arrepentido! Pero si trasladáramos este episodio al
día de hoy… ¿Qué pensaríamos? Zaqueo podría ser un empresario explotador, un
funcionario o un político corrupto. ¿Qué sentimos hacia estas personas cuando
sabemos que han robado tanto dinero público, que pertenece a los ciudadanos?
¿Qué diríamos si Jesús viniera hoy y, en vez de visitar nuestra parroquia y
alojarse con una comunidad cristiana fuera a comer y se hospedara en casa de
uno de estos ricos corruptos que todos detestamos? ¡Seguro que no faltarían
comentarios indignados! ¿Cómo puede Jesús comer con esta mala persona, con este
ladrón, con este que se ha enriquecido a costa de los demás?
Y, sin embargo, Jesús va
con el pecador al que todos detestan. Es uno de los gestos más impresionantes
de la misericordia de Dios. ¡Dios es bueno, también con «los malos»! Lo más
grande de este evangelio es lo que no se cuenta. ¿Qué paso durante esa comida
en casa de Zaqueo? ¿De qué hablaron? ¿Qué sucedió para que Zaqueo decidiera
devolver cuatro veces todo lo robado? ¿Por qué cambió su vida tan radicalmente?
Podemos imaginar… Es
posible que Jesús fuera la primera persona, en mucho tiempo, que mirara a
Zaqueo a los ojos y viera en él, no a un ladrón miserable ni a un rico
explotador, sino a un ser humano. Quizás Jesús fue el primero en tratarlo como
a una persona, con dignidad y respeto. Quizás fue el primero en ver su corazón,
más allá de las etiquetas y las maledicencias de la gente. Y Zaqueo debió ver,
en los ojos de Jesús, la mirada amorosa de Dios.
Sí, Dios ama todo cuanto ha creado y no quiere que nada ni nadie se pierda. Especialmente los pecadores. Por eso Jesús, como buen enviado del Padre, se acerca a ellos, tiene debilidad por ellos. Los acoge, los escucha, los mira con amor. Es más: se deja acoger y cuidar por ellos. Abrir la casa es más que abrir una puerta: es abrir el corazón y la vida. Zaqueo albergando a Jesús bajo su techo y ofreciéndole una comida es el hombre que ha decidido abrirse a Dios. Es el amor el que lavará sus culpas y reformará su vida: «Tú tienes compasión de todos, porque todos, Señor, te pertenecen y amas todo lo que tiene vida, porque en todos los seres está tu espíritu inmortal.»
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