Hoy podemos meditar
despacio las tres lecturas: la primera de Ezequiel, la carta de san Pablo a los
Filipenses y el evangelio de Mateo.
El profeta Ezequiel
recoge la queja de muchas personas que acusan a Dios de ser injusto porque las
cosas les van mal. El profeta replica: ¿No seréis vosotros los que sois
injustos? Porque, muchas veces, lo que nos ocurre es consecuencia de nuestra
conducta y nuestros actos. Ezequiel exhorta a su gente a ser responsable y a
asumir las consecuencias de sus obras. No carguemos a Dios las culpas de nuestros
errores.
San Pablo ruega a los
fieles: por favor, olvidaos de vuestros egoísmos, vuestros intereses, vuestras
rencillas y envidias. Todo eso rompe la comunidad y os desune. Tened los
sentimientos de Cristo: es decir, procurad tener el corazón de Cristo, que vino
a servir, a cuidar a los demás, a darnos todo. Las personas somos orgullosas.
Bajo un pretexto de dignidad y honor, escondemos nuestra soberbia y nuestro
afán de figurar, de ser importantes y reconocidas. Pablo dice: Jesús, que era
Dios y podía haber exhibido su grandeza y su poder, nunca lo hizo. Es más, se
sometió a algo que parece increíble para un Dios: ¡morir! Y no una muerte
heroica o serena, sino la muerte más vergonzosa y atroz que uno podía imaginar
entonces: la cruz, la muerte reservada a los delincuentes y los esclavos. En
esta entrega y en esta humillación es como Cristo alcanza su realeza. Nosotros,
si queremos ser como él, hemos de adoptar su mismo espíritu de servicio y
donación a los demás, aprendiendo a ver, en cada persona, un hijo de Dios y
hermano nuestro. ¡Por mucho que nos cueste!
Si Ezequiel y san Pablo
nos parecen exigentes, en el evangelio de hoy Jesús resulta provocador. Muchas
personas de “buena voluntad” se enfadan y no entienden este pasaje. ¿Cómo puede
decir esto Jesús? ¿Qué significa que las prostitutas y los publicanos nos
pasarán delante en el reino de Dios? Muchos cristianos prefieren leer esto de corrido y no pensar demasiado en ello. Si ahondamos en lo que Jesús nos está diciendo,
a todos nos va a incomodar un poco. ¡Pero conviene que sea así! Jesús no vino a
adormecernos con palabras complacientes, sino a desvelarnos y a llamarnos a
vivir con el alma bien despierta.
Jesús propone la parábola
de dos hijos a quien su padre manda ir a trabajar a la viña. Uno parece rebelde
y no quiere ir. Es la resistencia que muchos oponemos a Dios. No me apetece, no
es buen momento, ahora no puedo, no estoy preparado… ¡Cuántos “peros” le
ponemos a Dios cuando nos llama! Al final, sin embargo, si nuestro corazón está
un poquito abierto, él nos toca, sentimos su amor, su urgencia, y vamos.
Pero otras veces actuamos
diferente. ¡Voy, Señor!, decimos. Se nos llena la boca de palabras y de buenas
intenciones. Aparentamos rectitud, moralidad, espiritualidad… Somos buenos cumplidores,
de fachada: todo amabilidad y cortesía. Pero, a la hora de la verdad, no nos
entregamos. No vamos a la viña del Señor. Decimos y no hacemos. Escuchamos
pero no ponemos en práctica. Todo queda en discursos vacíos. ¿No estaremos
siendo un poco hipócritas?
Si hay algo que Jesús no
soporta es la arrogancia y la hipocresía. Por eso nos avisa con severidad.
Muchas personas sencillas, incluso “pecadoras”, alejadas de la Iglesia, que
llevan una vida de dudosa moralidad según nuestros principios, esas personas
quizás tienen el corazón más abierto y entienden mejor cómo ama Dios. Quizás
son mucho más compasivas y solidarias con los demás. En las parroquias, por
ejemplo, cuando se pide ayuda para Cáritas o para alguna campaña, todos opinan.
Pero, a menudo, los primeros que ayudan son los que menos recursos tienen. Quizás
tienen menos dinero, pero tienen más generosidad. Lo mismo sucede en el plano
espiritual. Quizás hay personas que son menos religiosas, menos practicantes y que
apenas conocen la doctrina cristiana. Pero saben amar, saben ser generosas,
saben ayudar a los que sufren y no se llenan la boca de críticas, porque no
tienen orgullo ni se sienten mejores que los demás. Estos nos adelantarán en el
camino del reino. Jesús los pone de ejemplo, nada menos. No se trata de
imitar sus fallos, sino su humildad y la ternura de su corazón. Pensemos… ¿Quiénes
son los publicanos y las prostitutas de hoy? ¿Qué lección hemos de aprender de
ellos? Cuando Dios nos llama, a través de algún sacerdote, o de otras personas
o circunstancias, ¿qué respondemos? ¿Decimos: sí, voy, pero luego no cambiamos
de vida? ¿O recapacitamos y, finalmente, vamos?
Dejemos que esta lectura nos interpele y que Jesús nos hable de tú a tú, al corazón. Dejemos que nos toque, sin miedo, y nos cambie.
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