Jesús era un hombre
inteligente. Aunque su mensaje era anunciar el reino de su Padre, sabía cómo
desenvolverse en los asuntos del mundo y no se dejaba atrapar por las intrigas
de sus coetáneos. Muchos querían que Jesús fuera un líder político que los encabezara
en su lucha contra la opresión de Roma. Otros, en cambio, temían justamente
esto: que la relevancia pública de Jesús pudiera amenazar su poder. En aquellos
tiempos, como en la mayoría de los países del mundo, lo religioso y lo civil no
estaban separados. ¿Por qué? Porque la religión se ponía al servicio del poder
y el poder se apoyaba en la religión para legitimarse. Entre todos,
gobernantes, sacerdotes y letrados, imponían sus cargas al pueblo y oprimían a
la población. En este juego, al final, no importaba que fueran romanos o
judíos: los poderosos siempre terminaban aliándose.
Jesús no cayó en la
trampa. No buscó la complicidad con el poder establecido, pero tampoco sucumbió
a la violencia guerrillera que busca derrocar al tirano… para establecer un
nuevo poder. Su mensaje no era, ni es, político. Intentar hacer una lectura
política del evangelio es no comprender a Jesús y traicionar su mensaje. Porque
¿cómo va Dios a tomar partido por unos u otros, si todos somos sus hijos? Dios
nos da libertad e inteligencia para aprender a gestionar nuestros asuntos
humanos y confía que lo hagamos bien, aunque muchas veces no seamos dignos de
tanta confianza y acabemos imponiendo leyes y estructuras que oprimen a unos
para que otros saquen más provecho. ¡Esta es la historia de la humanidad! Jesús
lo sabía. Pero su lucha no era política. El combate que libraba Jesús era
contra el mal, y no contra otros seres humanos. Y su campo de batalla
preferente, en esta guerra, es el alma, el corazón humano. Por eso Jesús arremetía
contra la hipocresía religiosa, la falta de justicia, la poca misericordia, la
tacañería y la codicia. ¿Era una lucha idealista y alejada de la realidad? No.
Jesús no era un ingenuo. Sabía que las otras guerras, las políticas y las
económicas, estallan porque antes ha habido otro combate que ha hecho estragos
en el alma. Es del corazón de donde salen todos los males. Es en el corazón
donde se cuecen las batallas que manchan de sangre la historia. Y es en el
corazón donde puede empezar la regeneración.
Aunque el mensaje de
Jesús no sea político, sí tiene unas consecuencias políticas. Un cristiano
coherente no separa la fe de su vida, y su vida incluye todas las dimensiones,
pública y privada. Por eso, cuando los fariseos quieren tenderle la zancadilla a
Jesús preguntándole si es lícito pagar impuestos a Roma, él responde con
inteligencia y realismo. Como ciudadanos, todos tenemos unos deberes y estamos
sujetos a una ley, aunque no nos guste. Si recibimos algo del estado, es justo
que contribuyamos. Hasta cierto punto, los impuestos son necesarios y
legítimos. Otra cosa es la fiscalidad abusiva e injusta, o que los más ricos
puedan esquivar la obligación y los más pobres no. Pero pagar impuestos y
cumplir la ley es un deber humano, y ser cristiano no nos exime de ello. Somos
como cualquier otra persona. San Pedro aconsejaba a los primeros cristianos:
sed personas de ley y orden, cumplid con vuestras obligaciones y respetad a los
gobernantes.
Ahora bien, hay una parte de nuestra vida que no se la debemos al estado, ni a ninguna otra persona o institución. Nuestra vida la recibimos de Dios. No podemos vender nuestra alma. Ese santuario íntimo, tan sagrado, que es donde habita nuestro yo más profundo, no es propiedad del estado ni de nadie. El corazón es de Dios. La conciencia es de Dios. Es un regalo del Creador y sólo a él podemos entregárselo. Hay quienes acaban adorando escudos, líderes y banderas. Los convierten en sus dioses y son capaces de arriesgarse y hasta de matar por ellos. Pero esos símbolos, esas ideas o personas, no son Dios, y no deberían ser nuestros amos. Por eso Jesús remarca: Al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios.
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