2023-10-27

30º Domingo Ordinario A

Los judíos eran conscientes de que para agradar a Dios debían cumplir los mandamientos de la Ley, no sólo los diez del Decálogo, sino muchos otros que regulaban la vida cotidiana. Había entre los rabinos una discusión sobre cuál era el principal mandamiento y un escriba quiere conocer la opinión de Jesús. Su respuesta evade el debate religioso y se centra en la vivencia: ¿qué significa amar a Dios? ¿Qué comporta?

Lecturas: Éxodo 22, 20-26; Salmo 17; 1 Tesalonicenses 1, 5c-10; Mateo 22, 34-40.

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Todas las religiones del mundo tienen preceptos. También todas las culturas y países tienen un código de leyes por el que se rigen. Las leyes, en principio, no están para esclavizar a nadie, sino para regular la convivencia y permitir que todo el mundo pueda vivir en paz. Pero, como humanas, no siempre son justas ni iguales para todos. Tampoco son inamovibles: con el tiempo se modifican y se adaptan a nuevas realidades.

Entre los pueblos antiguos, Israel desarrolló sus propias leyes, en algunos aspectos muy parecidas a las de sus vecinos. Pero se distinguían en algo fundamental: y es que Dios, y no un rey, era el principal dador de la Ley. Toda la ley hebrea se deriva de esta ley divina que emana de Dios. Y Dios, como nos recuerda el Éxodo, es un Dios de amor y misericordia que se preocupa por sus criaturas: «yo soy compasivo». La vida surge de Dios, el ser humano es obra suya. Por tanto, la defensa de la vida, la dignidad de toda persona y la justicia, son inexcusables. No se puede adorar a Dios y ser injusto con los hermanos. No se puede honrar a Dios y explotar al prójimo. No se puede rendir culto a Dios y ser tacaño o usurero con los demás. Las leyes humanas pueden variar, pero la ley de Dios, en este punto, es siempre la misma.

Jesús resumirá de manera espléndida la ley de su pueblo ante los fariseos. Estos, que a veces se enredaban entre tantísimas leyes y preceptos que regulaban su vida, a veces corrían el riesgo de andar por las ramas y perder la visión global del bosque. Jesús les recuerda: el primer mandamiento, el principal, siempre, es amar a Dios con todo nuestro ser: mente, cuerpo y corazón. Y de este se deriva el segundo, tan importante como el primero: amar al prójimo como a ti mismo. Fijaos que Jesús equipara ambos mandamientos. Amar al otro es igual a amar a Dios. No es posible el uno sin el otro.

A veces parece más fácil amar a Dios. Como no lo vemos y no nos fastidia nunca, resulta sencillo cumplir ciertas devociones y preceptos, rezar un poco y sentirnos bien. Pero ¡cómo cuesta amar al prójimo! Tanto si es un ser querido como si es un enemigo, lo tenemos al lado, a veces nos importuna, nos cansa, nos exige dar más de nosotros mismos… Nos agota la paciencia o pide que seamos capaces de perdonar. Nos saca de nuestro confortable egocentrismo y nos desafía. Pero si amas a Dios, no puedes dejar de amar lo que él más ama, que son sus criaturas, incluido tú mismo. Amar a los demás es consecuencia del amor a Dios.

A otras personas, en cambio, les resulta fácil amar a los demás, sobre todo si no son muy creyentes o tienen una fe diluida. Pero ¿amar a Dios por encima de todas las cosas? ¿Cómo hacer esto? San Juan nos diría: si estás amando al otro, de verdad, con generosidad y no por interés, ya estás amando a Dios. «El que diere un vaso de agua a uno de estos, por amor de mi nombre, a mí me lo da», dijo Jesús. Por otra parte, tener presente a Dios nos ayuda a sanar y a equilibrar nuestros amores humanos, que a veces están muy teñidos de otras cosas que no son amor. Nuestras relaciones están a menudo marcadas por la necesidad, la dependencia, el miedo, el ansia de afecto o reconocimiento, los celos… Sabernos y sentirnos amados por Dios nos llena de ese amor incondicional y generoso, libre, que necesitamos para amar a los demás sin caer en chantajes emocionales ni en afectos efímeros y conflictivos. 

Los dos mandamientos del amor, a Dios y al prójimo, son las dos columnas de nuestra vida cristiana. O las dos caras de una misma moneda. Son las dos realidades que nos sustentan como personas y nos hacen enteros. ¿Qué es una persona sin amor? ¿Dónde arraigamos nuestro ser, si no sentimos que somos creados y sostenidos en la existencia por un Amor infinito? Los grandes males del mundo, en el fondo, son fruto del desamor. El hambre de amor hace estragos, desde peleas familiares, rupturas matrimoniales, batallas políticas, crímenes y hasta guerras. El mundo sufre y sangra por falta de amor. Por eso amar se convierte en un mandato. No una orden impuesta, ni una obligación arbitraria, sino una urgencia, una necesidad vital. Amar no es opcional. Amar es cuestión de vida o muerte. Necesitamos, desesperadamente, aprender a amar y a dejarnos amar. Somos muy analfabetos en el amor… Empecemos, hoy, a mejorar un poco cada día. Tenemos al mejor maestro, que se mete en nuestro corazón y en nuestro cuerpo cada día que lo tomamos en la eucaristía. Que Jesús, puro amor, cale en nosotros y nos enseñe a amar como él.

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