10º Domingo Ordinario B
Evangelio: Marcos 3, 20-35
La escena de este evangelio es intensa y conflictiva. Leámoslo despacio, intentando viajar en el tiempo y situarnos en el lugar.
Jesús está en Galilea. Las multitudes lo siguen por todas
partes, ávidas de escuchar sus enseñanzas y porque también ha curado enfermos y
expulsado demonios. Todos quieren oír su voz y recibir su gracia sanadora. Jesús
llega a casa con sus discípulos. ¿Qué casa es? Allí donde vive, quizás sea la vivienda
de Pedro, o el hogar donde lo acogen. Quizás deseen descansar… pero se junta
tanta gente que no los dejan ni comer. ¡Hoy hablaríamos de estrés evangelizador!
Esta escena revela cuánta hambre tenía el pueblo de escuchar
un mensaje de esperanza. Las gentes necesitaban ser sanadas y salvadas y se arrimaban
a Jesús como el náufrago a una tabla salvadora.
Pero no todos aprobaban a Jesús. Algunos decían: Está fuera
de sí. Algunas variantes del evangelio dicen que quienes estaban fuera de sí
eran los escribas que habían venido de Jerusalén. Jesús los había sacado de sus
casillas y querían detenerlo. Por eso a continuación dijeron: Tiene un demonio
dentro y por el poder de Belcebú expulsa a los demonios. No sabían cómo
explicarse la sabiduría y el poder de Jesús, no aceptaban que pudiera venir de
Dios. Y cuando lo sobrenatural no viene de Dios, tiene que venir de algún poder
maligno.
Jesús, con su lucidez habitual, derrumba sus argumentos con
una imagen. ¿Cómo va Belcebú a enfrentarse a sí mismo? Jesús no puede obrar con
el poder del mal, pues justamente lo que hace es expulsarlo. La reflexión se
extiende al ámbito social: una familia, un reino dividido, no pueden subsistir.
Esto nos da qué pensar. Lo diabólico en el mundo es justamente la división. Todo
lo que separa, todo lo que fomenta el conflicto, el odio y la guerra, es obra
del diablo. Hoy, viendo la situación en que se encuentra nuestro mundo, podemos
meditar cuántas personas, gobernantes y cargos con responsabilidad están actuando
como discípulos y seguidores del maligno.
Jesús entonces lanza una frase lapidaria: todo pecado se
perdonará a los hombres. ¡Todo! Incluso las blasfemias. Con lo cual está diciendo
mucho sobre la misericordia de Dios. Pero hay un pecado que no admite perdón
jamás. ¿Cuál es? La blasfemia contra el Espíritu Santo no es un simple insulto
o una falta de respeto o de fe. No. El pecado tremendo que señala Jesús es no
dejar que Dios sea Dios; no aceptar la fuerza amorosa, el poder perdonador de
Dios, su gracia infinita. Quien no admite la bondad de Dios no podrá recibirla.
Se cierra en banda y Dios, respetuoso de su libertad, no podrá obligarlo a
recibir la salvación. En medio del naufragio, puede haber quien rechace la mano
salvadora…
La familia de Jesús aparece aquí. Quieren verlo, lo
reclaman. Quizás no entienden qué está haciendo Jesús, les asusta su misión y el
movimiento que se está generando a su alrededor. ¿Qué hace un humilde carpintero
de Nazaret comportándose como un profeta y atrayendo multitudes? En más de una
ocasión, los evangelistas ponen en evidencia la incomprensión de los parientes
de Jesús. Tardaron en creer en él y no fue hasta después de su resurrección
cuando se aproximaron al circulo de los Once y de sus seguidores más fieles.
Jesús deja muy claro que la familia de sangre es importante,
sí, pero cuando una persona es adulta y está siguiendo su vocación, su
verdadera familia es la familia espiritual. La familia de Nazaret fue su cuna;
otra será la familia de sus compañeros de camino. ¿Qué los une? El firme propósito
de hacer la voluntad de Dios, día a día, no sólo de palabra sino de obra. Si la
sangre une a la familia de origen, Dios une a la familia de destino, y esta es
la que Jesús prioriza y a la que pertenece.
Lo hermoso, sin embargo, es que llegue el momento en que
ambas familias sean una: que la familia de origen acompañe en la vocación y
forme parte, también, de esos hombres y mujeres que cumplen la voluntad de
Dios. Que la familia espiritual incluya también a los familiares y seres
queridos. En Pentecostés, cuando ya Jesús había subido al cielo y descendió el
Espíritu Santo, estas dos familias de Jesús con María, su madre, en medio de
todos ellos, formaron una.
1 comentario:
Muchas gracias por su reflexión que es también oración.
No se canse nunca de compartir tan bellas palabras por las que ciertamente habla el Espíritu. Bendiciones.
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