17º Domingo Ordinario B
Evangelio: Juan 6, 1-15
El episodio de la multiplicación de los panes está narrado
por los cuatro evangelistas. Algunos incluso cuentan dos multiplicaciones. Sin duda
fue un momento crucial en la vida de Jesús. La semana pasada leíamos que Jesús
enseñaba a las multitudes, que parecían ovejas perdidas sin pastor. También
estaban hambrientas, de pan físico y de algo más que pan. Jesús las sacia.
De esta lectura, que en el evangelio de Juan va seguida del «discurso
del pan» podrían extraerse cientos de enseñanzas. Pero vamos a centrarnos en
dos. Jesús da gracias porque un jovencito aporta cinco panes y dos peces, y con
ellos alimenta a la multitud. Y Jesús escapa del gentío que le rodea, porque no
quiere ser rey. Podríamos resumirlas en gratitud y renuncia al poder.
¿Por qué las gentes siguen a Jesús? Porque han visto sus
milagros, han escuchado su predicación, creen que es el Mesías esperado, o el
Profeta que tenía que venir al mundo. Según las profecías judías, este
personaje inauguraría una era de paz y prosperidad para el pueblo de Israel: se
liberarían del yugo de sus opresores (entonces era Roma) y comenzaría un
periodo esplendoroso, sin hambre y sin injusticias: la era mesiánica.
Hambre y pan
Jesús levanta muchas expectativas, entre las gentes y
entre sus propios discípulos. Lo siguen, pero tienen hambre. Él saciará su
hambre física, pero también les mostrará cómo saciar el hambre espiritual.
Con dinero es imposible: Felipe, el discípulo racional, hace
números y no le salen las cuentas. ¿Cómo lo harán? Hoy podríamos preguntarnos:
¿Cómo acabar con el hambre en el mundo? Los gobiernos y los organismos
internacionales hacen grandes planes, diseñan ambiciosas agendas con propósitos
ideales: pero lo cierto es que, con toda su ciencia y con toda su
planificación, no logran más que fracasos. Habiendo suficientes recursos,
medios y conocimiento, nuestro mundo parece incapaz de resolver algo tan básico
como la escasez y la pobreza de muchos, mientras que muchos otros mueren por
exceso y derroche.
No bastan los planes, la ciencia ni la razón. Ni siquiera el dinero es suficiente. Jesús sabe
lo que va a hacer. Y Andrés, un discípulo despierto y sensible, dice algo
que parece de lo más ilógico: Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes…
Pero ¿qué es esto para tantos? Jesús les pide que se sienten, un acto de
confianza. Sentaos y esperad. Da las gracias y reparte. Y, milagrosamente,
llega alimento de sobras para todos. Jesús nos enseña dónde está la solución a las
hambrunas y a la desigualdad: en la generosidad y en el compartir.
Poder y desprendimiento
La multitud queda entusiasmada. Tenían hambre y Jesús les ha
dado de comer. ¿No es otra señal de que es el Profeta esperado? Y lo quieren
proclamar rey: esta muchedumbre saciada está lista para una revolución. ¡Jesús,
rey! Y sus discípulos, generales, ministros y consejeros. Jesús conoce bien la
naturaleza humana. Más tarde dirá que habéis creído porque habéis comido
hasta hartaros. De modo que se escabulle. Dice el evangelio que se retira
al monte, él solo. El monte es más que un lugar alto; es el lugar sagrado, el
lugar de la oración. Y no estará solo: el monte es allí donde se encontrará con
su Padre del cielo. Allí va Jesús para refugiarse de la vorágine del mundo ansioso
por el poder. Jesús huye de esta nueva tentación, que nos recuerda la propuesta
del Diablo en el desierto. Si eres hijo de Dios, convierte estas piedras en
pan. Todo esto te daré, si te postras y me adoras.
Jesús puede dar pan, y lo da. Puede alimentar a multitudes,
pero no de cualquier manera: enseña a sus discípulos cómo multiplicar los
bienes cuando hay pobreza. No es magia ni un simple milagro gratuito: es un
signo y una lección. El hambre se vence cuando uno está dispuesto a dar, incluso
lo poco que tiene y necesita. Nada de revoluciones, nada de violencia ni de planes
grandiosos para cambiar el curso de la historia. Nada de reyes (léase, nada de
líderes mesiánicos que arrastran a las masas). Después de Jesús, el gran
protagonista olvidado de ese día debería ser el muchacho que ofreció sus cinco
panes de cebada y sus dos pececitos. Y este muchacho, que no es nadie, que
apenas tiene nada pero da todo lo que tiene, es cada uno de nosotros. Con gente
como él sí se puede cambiar el mundo.
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