Aconteció, pues,
cuando todo el pueblo se bautizaba, que bautizado Jesús y orando, se abrió el
cielo, y descendió el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, sobre
él, y se dejó oír del cielo una voz: Tú eres mi Hijo amado, en ti me
complazco.”
Lc 3, 15-22
La Trinidad
se manifiesta en el Jordán
Con el bautismo cerramos el tiempo de Navidad y Epifanía y
nos introducimos de lleno en el ministerio público de Jesús.
El bautismo de Jesús marca el inicio de su vida pública, de
su gran misión. Puede lanzarse a ella gracias a una convicción profunda: su
filiación con Dios Padre.
En el Jordán se manifiesta la Trinidad : Dios Padre, en
la voz que sale del cielo; El Espíritu Santo, que desciende en forma de paloma,
y el mismo Hijo, Jesús. En él se halla la plenitud de la misión trinitaria:
hacer presente el amor de Dios en el mundo.
El sentido de la filiación
El amor hacia el Padre lleva a Jesús a salir de Nazaret para
emprender su gran aventura y convertirse en predicador de la palabra de Dios.
Jesús saca su enorme fuerza de su unión con el Padre. De esta unión surge la
gran empresa apostólica de fundar la Iglesia.
Después del bautismo, cada cristiano es hijo de Dios y
todos somos hermanos, unos de otros. Nos une, no la sangre humana, sino la
misma sangre de Cristo. Todos los que comemos de su pan y bebemos de su cáliz
formamos parte de la familia cristiana.
Cada eucaristía es un momento epifánico en el que se nos
revela la Trinidad. Unidos
a Cristo, cada uno de nosotros es un hijo amado y predilecto de Dios.
Madurez cristiana
Con esta convicción, llega el momento en que dejamos de ser
niños y adolescentes espiritualmente, para iniciar una vida nueva de adultez
cristiana. Los creyentes no sólo estamos llamados a recibir los dones de la
palabra y los sacramentos. Hemos de alimentarnos de Dios, ciertamente. Pero
cuando ya rebosamos amor, todos estamos llamados a seguir los pasos de Jesús.
Ya no somos simples receptores, sino que podemos transmitir aquello que hemos
recibido.
Esta madurez implica caminar con Jesús hasta entregarse,
hasta la cruz. Sabemos que en el camino encontraremos incomprensión,
dificultades y rechazo. También toparemos con nuestros límites y deberemos
afrontar el miedo. Esa será nuestra cruz. Pero los cristianos contamos con un
gran aliado. El mismo Cristo llevará nuestra cruz y Dios Padre, con el Espíritu
Santo, serán nuestros compañeros de camino. Nunca estaremos solos.
Moriremos, quizás no físicamente, pero sí dejaremos atrás
muchas cosas en nuestro seguimiento a Jesús. Abandonaremos aquello que lastra
nuestro corazón, como un peso muerto. Pero también compartiremos con Jesús el
momento más glorioso: la resurrección. La liturgia del bautismo nos lo
recuerda, con esas hermosas palabras de San Pablo: “Los que hemos muerto con
Cristo, con Cristo hemos resucitado, por el bautismo”.
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