4º Domingo Tiempo Ordinario
El les dijo: en verdad os digo, que ningún profeta es bien recibido en su patria. Pero en verdad os digo también que muchas viudas había en Israel en tiempos del profeta Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y sobrevino una gran hambre en toda la tierra, y a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a Sarepta de Sidón, a una mujer viuda.
Lc 4, 21-30
El corazón cerrado y la duda
Después de la proclamación del texto del profeta Isaías en
la sinagoga, todos quedan maravillados ante las palabras de Jesús. Pero, a
continuación, su discurso adopta un tono de elevada exigencia. De la aprobación y la
admiración, las gentes de su pueblo pasan a la crítica y al deseo de matarlo.
Extrañadas, se preguntan: “¿Quién es éste? ¿No es el hijo del carpintero?”
Lucas pone de manifiesto el progresivo recelo del pueblo judío hacia Jesús. Un
hombre de un entorno sencillo y humilde, ¿cómo puede expresar estas bellas y
profundas verdades? Surgen el desprecio y los celos hacia él. Envidia y
desprecio que se irán fraguando hasta llegar a una actitud hostil de rechazo.
Jesús expresa apenado que nadie es profeta en su tierra. No
escapa a las críticas y recelos propios del ser humano. Cuántas veces hemos
oído esta frase en boca de grupos, de familias, de comunidades, de vecinos…
Este, ¿nos puede decir algo bueno? Con nuestro desdén manifestamos inseguridad
y una falta de humildad para reconocer y ver lo bueno que tienen los demás,
quizás aún mejor que nosotros. Los judíos se enfurecen especialmente cuando
Jesús hace referencia a personajes y episodios del Antiguo Testamento, como
Elías y la viuda de Sarepta y Eliseo y el leproso Naamán. Recordando estas
narraciones, Jesús pone el dedo en la llaga ante la actitud de cerrazón de su
pueblo. Se refiere claramente a su hipocresía religiosa, les insinúa que sólo
los que abren el corazón a Dios serán salvados y escogidos. Su don y su gracia
serán para los humildes y sencillos que pongan sus vidas a su servicio. El
rechazo hacia Jesús se va recrudeciendo, porque habla con claridad y no tiene
miedo a nada ni a nadie.
Pasar de la crítica al bien hablar
Esta lectura es un revulsivo para los cristianos de hoy.
Gastamos horas sin fin para criticar a los demás –qué hacen, qué piensan, cómo
hablan… Perdemos un tiempo precioso de la forma más absurda.
Ante el anuncio de la buena nueva, debemos sentirnos
impulsados a hablar de cosas positivas y bellas, para sacar a la luz aquello de
bueno que tiene cada cual. Una de las
grandes misiones del cristiano es justamente ir a contracorriente de las críticas
y el rumoreo. No hablemos nunca mal de nadie, a persona alguna.
Para dejar de hacer críticas destructivas necesitamos, por
un lado, ser comprensivos y misericordiosos, a la vez que muy conscientes. Es
una frivolidad perder el tiempo en críticas banales. Una actitud humilde nos
ayudará a reconocer los dones de los demás.
Las palabras de las gentes de Nazaret pueden resultarnos
familiares. ¿Quién es éste o ésta? Si lo conocemos de hace tanto tiempo… ¿qué
tiene que decirnos de nuevo? Pues bien, aquella persona humilde que vive a
nuestro lado también nos puede enseñar muchas cosas. En la sencillez se
manifiesta el soplo del Espíritu.
Pedimos milagros
La gente espera prodigios espectaculares de Dios. Pero el
gran milagro ya se ha producido: somos herederos de su palabra. El gran milagro,
hoy, es su permanencia constante en la Eucaristía. Dios
se nos da a sí mismo: lo que nos dé por su providencia será por añadidura. Pero
el mayor regalo ya lo tenemos: Cristo resucitó y nos abrió el camino a una
nueva vida.
No podemos salir de una celebración eucarística admirados de
cuanto hemos oído y volver a nuestras actitudes fáciles y cómodas de criticar y
señalar a los demás. Aprendamos a valorar el milagro inmenso de la presencia de Cristo
entre nosotros. Ser conscientes de la grandeza de este
don transformará nuestra vida. Nos hará responsables a la hora de emplear
nuestro tiempo y nuestras palabras. Ojalá nuestras conversaciones reflejen
siempre la bondad de Dios, y nuestro tiempo sea invertido en acrecentar su
Reino.
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