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«Pasados ocho días, otra vez estaban dentro los discípulos, y Tomás con ellos. Vino Jesús, cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: La paz sea con vosotros. Luego dijo a Tomás: Alarga tu dedo y mira mis manos, tiende tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente. Tomás respondió: ¡Señor mío y Dios mío!».
Derribar la muralla del miedo
Tras su muerte, los discípulos de Jesús se agrupan, temerosos, en el cenáculo. La noticia del sepulcro vacío ha añadido incerteza a su confusión. Con su aparición, Jesús debe atravesar mucho más que las paredes de la casa. Atraviesa las murallas del miedo, la desconfianza y la incredulidad. Sin ser un fantasma, su cuerpo glorioso traspasa los muros y se pone en medio de ellos.
Jesús quiere que la noticia de su resurrección sea conocida por todos aquellos que le siguen. Así, su aparición en el cenáculo es uno de esos momentos compartidos por el grupo de los discípulos.
«Paz a vosotros».
La primera palabra que Jesús resucitado dirige a los suyos es esta: paz. Sabe que se sienten acorralados, solos, atemorizados, y sus corazones se cierran a la defensiva. Es importante que reciban la paz. Una paz que no es humana, sino divina. Es la paz trascendida.
Jesús sabe que todavía debe atravesar otro muro: el del corazón, (quitar coma) desesperado y confuso. Por segunda vez les dice: «Paz a vosotros». Esta reiteración responde a la honda necesidad de los discípulos de recobrar la paz perdida tras la muerte de su Maestro.
Tras la sorpresa, la aparición genera una inmensa alegría. Los discípulos vuelven a creer, la esperanza renace en ellos y su entusiasmo se despierta. Así se lo anuncian a Tomás: ¡Hemos visto al Señor!
Tomás, el que no creía
Ante Tomás, todos insisten. Se convierten en apóstoles del discípulo ausente, comunicándole su experiencia, movidos por el gozo. Pero Tomás se niega a creer si no ve. Jesús tiene que derribar otro muro: la incredulidad. ¿Cómo abatirlo? Con la evidencia de las llagas. Cuando se aparece de nuevo a los once, se dirige a Tomás: «Trae aquí tu dedo, toca mis llagas; trae tu mano, métela en mi costado».
Las llagas son ese testimonio que habla por sí solo de la experiencia de dolor y muerte.
Una vez Tomás comprueba las marcas de la pasión, se convierte y hace su profesión de fe: «¡Señor mío y Dios mío!». El sufrimiento también nos acerca a Dios. Las señales son una evidencia del amor de Dios. En Tomás se refleja la humanidad que sufre, no entiende y duda ante el mal y la violencia que sacuden al mundo. Pero la humanidad también puede regenerarse, como Tomás, con un acto de fe.
El amor, más fuerte que la muerte
El amor de Dios se revela como la fuerza más poderosa, capaz de vencer a la muerte. Jesús no ha eliminado el dolor y el sufrimiento del mundo. Los ha padecido en su propia carne. Pero los ha vencido. Ha sido el amor de Dios quien lo ha resucitado. Por amor, Dios vence a la muerte. «Él tiene las llaves de la muerte», leemos en el Apocalipsis.
Con Cristo resucitado, la Iglesia entera está viva y resucita también. Los cristianos participamos de su resurrección. Hoy Cristo se nos aparece, sacramentado, en la liturgia. Y nos da la paz a todos los creyentes.
La misión
Una vez los discípulos reciben la paz, Jesús les da una misión. No solo les quita el miedo: les envía un poderoso antídoto contra el temor: el amor. La alegría, el entusiasmo y el valor los invaden. «Recibid el Espíritu Santo.» Ya maduros, adultos en la fe, llega el momento en que se abren totalmente a la fuerza de Dios y reciben un nuevo regalo. En el aliento sagrado de Dios, infundido en los discípulos, está el origen de la Iglesia.
Jesús los envía a todas las gentes con una misión clara: «Id y anunciad el evangelio a todas las gentes, perdonando los pecados». Les encomienda ejercitar el ministerio del perdón, que no es otro que la liberación del pecado y la conversión de vida hacia una existencia reconciliada con Dios y con los demás.
Desde este momento ya no son discípulos, sino apóstoles del Resucitado. Irán por todo el mundo para llevar la buena nueva. Está a punto de estallar Pentecostés.
La experiencia de Pentecostés es una bomba cuya onda expansiva llega hasta nuestros días, y durará hasta el final de los siglos. La explosión del amor de Dios, semejante a un nuevo Big Bang, hace nacer una humanidad renovada en Cristo.
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