2013-07-06

Os envío como corderos




14º domingo Tiempo Ordinario -C-

«Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni calzado, ni os paréis a saludar a nadie por el camino (…). En cualquier ciudad que entrareis y os hospedareis, comed lo que os pusieren, y curad a los enfermos que en ella hubiere, y decidles: El reino de Dios está cerca de vosotros…». Lucas 10, 1-20.

Una experiencia de evangelización 

A parte de los doce, mucha gente se movía alrededor de Jesús, deseosa de descubrir el rostro de Dios. En el evangelio de hoy vemos cómo Jesús designa a setenta y dos discípulos y los envía a predicar a las aldeas de su tierra. Los manda para que se ejerciten en la tarea de anunciar el mensaje de Dios a todos los pueblos. «La mies es mucha y los obreros pocos», dice Jesús. «Pedid al amo de la mies que envíe operarios a su mies». Todavía ahora son muchos los campos para evangelizar, y somos pocos para ese gran cometido. A los cristianos de hoy, Jesús nos invita a incorporarnos a la labor misionera de proclamar la buena nueva. 

Os envío como corderos 

Antes de partir, da a sus discípulos varias consignas. Con estas instrucciones, Jesús deja claro que no quiere colonizar ni obligar a nadie a creer en Él. «No llevéis manto ni bastón, ni os entretengáis por el camino». «Os mando como corderos en medio de lobos». Es decir, que en la misión no se trata de imponer nada a quien no quiere abrir su corazón. Los misioneros han de ser humildes, sencillos, pacíficos y mansos como corderos. No podemos arrasar, como ciertas ideologías que van coartando las libertades e imponiendo su criterio. Jesús quiere que los suyos anuncien con serenidad el Reino de Dios. 

Dad la paz y anunciad el Reino 

La primera consigna es desear la paz a quienes los reciben. La gente está falta de paz, inmersa en problemas de toda índole. Lo primero que deben hacer los apóstoles es desear la paz a todos. Quedaos allí, continúa Jesús, respetad sus costumbres, comed lo que os den, con gratitud. El obrero bien merece su salario. 

La siguiente consigna, que es el núcleo de la misión, es anunciar: el Reino de Dios está cerca, está llegando. Los apóstoles preceden a Jesús, que trae consigo un Reino de paz, más allá de las diferencias; un reino solidario, con esperanza y ánimo para crecer. El Reino de Dios no es otra cosa que el amor de Dios en el mundo, encarnado en el mismo Jesús. Él dará sentido y esperanza a nuestra vida. Se entregará para que alcancemos una alegría existencial plena y profunda. Anunciad esto, les pide Jesús. Viene Aquel que llenará vuestra existencia de sentido y felicidad. 

Sanar el cuerpo y el alma 

También les dice Jesús: curad a los enfermos. Sanar es el otro gran cometido de los apóstoles. Mucha gente enferma padece dolencias físicas, pero una enfermedad más honda, que debilita la existencia y la mina por dentro, es la falta de razones para vivir. No saber a quién amar, no sentirse amado, no tener un proyecto, una motivación, algo que dé sentido profundo a la vida, es la dolencia más grave. Hay muchas personas que tienen de todo: dinero, salud, compañía… Y, sin embargo, aún les falta algo. Aún existe otra terrible enfermedad que afecta más allá de lo fisiológico y lo psíquico: la carencia de Dios. Allí donde no llegan la psicología ni la psiquiatría, ni la ciencia médica, allí puede llegar Dios. Él puede penetrar hasta lo más hondo de nuestro ser. Ese dolor existencial que no pueden curar los psicólogos puede sanarlo Dios. Curar a los enfermos es también sanar el alma, la vida entera. Ante los grandes interrogantes de la persona: ¿en qué creemos?, ¿quién somos?, ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos? Ni siquiera las ciencias tienen respuesta. Pero la sabiduría que emana del propio Cristo es fuente de salud, tanto para el cuerpo como para el alma. 

Vuestros nombres están inscritos en el cielo 

Los setenta y dos regresan contentos. Hasta los demonios y los malos espíritus se les someten. Sucumben ante la fuerza rotunda del amor, del perdón, de la infinita misericordia. Pero Jesús les dice que no deben estar satisfechos solo porque han peleado y vencido contra el mal. Sí, han hecho un buen trabajo, la gente los ha escuchado y se han convertido. Pero la mayor alegría es otra. «Estad contentos porque vuestros nombres están inscritos en el Cielo». Están grabados en el corazón y en la mente de Dios. La causa de su alegría no son sus logros, sino el amor que les da su fuerza. 

Somos enviados 

Cuando finalizamos la misa, el sacerdote nos dice: «Id en paz». También nos envía, llenos de paz y alimentados por la Eucaristía. Y vamos al mundo como corderos. No somos lobos ni hemos de ser como ellos para vencerlos. Ser como ovejas, aún llevadas al matadero, como el mismo Jesús, significa renunciar al poder. Después de recibir el alimento eucarístico tenemos la fuerza suficiente para salir afuera y explicar las grandezas de Dios. 

Podemos comenzar con la propia historia. ¡Qué gracia tan grande, cuántos dones nos ha dado Dios! Nuestra misión, hoy, es esta: anunciar por todo el mundo que el amor de Dios está cerca y que somos instrumentos de ese amor. Ojalá vengamos a misa cada domingo satisfechos porque hemos cumplido nuestra labor. El testimonio de una vida entregada a los demás es el mejor mensaje evangelizador que podemos transmitir. No nos rindamos. Continuemos, tenaces y valientes. Demos lo que tenemos y hemos recibido. ¡Comuniquemos! No podemos quedarnos solo en la eucaristía, cerrados en el ámbito parroquial. Esto empobrece nuestra fe. Afuera la gente espera, hambrienta, que les anunciemos el amor de Dios.

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