20º Domingo del Tiempo Ordinario
He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá
estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta
que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.
Lc 12, 49-53
El fuego de Dios
Jesús se dirige a sus discípulos con palabras
desconcertantes. ¿Cómo es posible que haya venido a traer fuego al mundo? ¿Cómo
puede decir que ha venido a traer la división, y no la paz?
“He venido a prender fuego”. Hay que interpretar las
palabras en su contexto bíblico y en el momento de la vida de Jesús en que son
pronunciadas. El fuego tiene un significado teológico: es el amor de Dios, el
fuego del Espíritu Santo que depura los corazones para limpiarlos de todo mal.
Jesús desea que este fuego anide en nuestros corazones y llegue a arder en todo
el mundo.
“¡Ojalá ya estuviera ardiendo!”. Estas palabras expresan un
deseo apremiante. Es urgente que el mundo se abra al amor de Dios. Jesús nos
transmite una verdad que nos quema por dentro. Sus palabras queman. Nos instan
a decir, ¡basta! Despertad y dejad que el fuego de Dios arda en vuestro
interior.
Una verdad que incomoda
En la primera lectura de hoy vemos al profeta Jeremías
castigado por el rey Sedecías, porque su discurso no gustaba a las gentes de su
pueblo. Muchas veces, la palabra de Dios, lo que dice la Iglesia , también molesta.
La exigencia del evangelio nos disgusta y resulta poco grata, porque no estamos
preparados para digerirla. Y muchos prefieren acallar esa voz o rechazar ese
mensaje. Los políticos, por ejemplo, quieren silenciar a los creyentes.
Insisten en que la fe ha de quedar relegada al ámbito privado. ¿Cómo pueden
impedir que los cristianos expresemos públicamente lo que creemos? La verdad de
Cristo no es una elaboración de la
Iglesia : es un regalo de Dios. Nadie la ha inventado. La
verdad de Jesús es una experiencia viva que vibra en el germen de las
comunidades cristianas, y nada puede matarla.
Molesta que la
Iglesia se erija en voz de los más pobres y de los más
débiles, porque constituye un referente moral para muchas personas. No sólo
guarda la palabra de Dios, sino que nos enseña a través de las encíclicas de
los Papas, a través de los sacerdotes y los pastores. La Iglesia habla, y mucho,
sobre el mundo y sus problemas, sobre el ser humano, sus inquietudes y anhelos.
Ofrece profundas reflexiones sobre nuestro entorno y da orientaciones para
saber por dónde ir.
Afrontar la ruptura y las divisiones
“No he venido a traer la paz”. ¿Cómo puede decir esto Jesús,
que es llamado el príncipe de la paz?
Hemos de comprender bien estas palabras. Las verdades a veces inquietan y nos provocan
divisiones internas, porque apelan a una transformación de nuestra vida
espiritual y, a menudo, nos exigen cambios y una conversión que nos cuesta
asumir. La palabra de Jesús, en sí, no genera conflictos; es la forma en que
recibimos esa palabra la que causa rupturas en las personas, en las familias y
en la misma sociedad.
“He de pasar un bautismo”, continúa Jesús. Es muy consciente
de que su tarea de anunciar el Reino de Dios lo llevará al patíbulo y a la
muerte en cruz. El sí a Dios pasará por subir a Jerusalén y por una entrega
absoluta, hasta de su propia vida. ¡Qué angustia hasta que se cumpla!
Dios no quiere la guerra ni el enfrentamiento entre las
gentes, de ninguna manera. Pero, a veces, por decir la verdad, o por seguir su
palabra, se desencadena el conflicto. Las personas se separan, se rompen familias,
amistades, grupos... Un joven que quiere ser sacerdote puede toparse con la
oposición de sus padres, que se cierran a su vocación. O una mujer que desea
profesar como religiosa puede tener que luchar contra el rechazo de sus
familiares, como fue el caso de santa Clara. Seguir a Cristo sin temor
comporta, en muchas ocasiones, divisiones y fracturas.
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