“Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: “Señor, ábrenos”, y él os replicará: “No sé quiénes sois”.
Lc 13, 22-30
21 Domingo Tiempo Ordinario -C-
Las dos puertas
Mientras Jesús va recorriendo las aldeas, predicando el reino de Dios a las gentes, un hombre se le acerca y le pregunta: “¿Serán pocos los que se salven?”. Esa pregunta nos aguijonea todavía hoy. En realidad, podría traducirse por un: ¿Me salvaré? ¿Podré entrar por esa puerta angosta hacia el banquete del Señor? ¿Serán pocas las personas que entren?
Jesús advierte que muchos querrán entrar por esa puerta y no podrán.
“Esforzaos”, dice. Parece difícil acceder. Y es así porque el Reino de Dios pide sacrificio y entrega. ¿Estamos verdaderamente abiertos a lo que nos pide Dios?
Esa puerta estrecha, paradójicamente, nos abre un horizonte inmenso. Es la puerta de la generosidad, del corazón abierto y magnánimo. Atravesar la puerta estrecha exige esfuerzo y renuncia de uno mismo. Su paso no es fácil pero, una vez traspasada, nos conduce al cielo.
En cambio, la puerta ancha es engañosa. Es la entrada al egoísmo, a la soberbia, a la frivolidad y al orgullo. Es una puerta fácil de franquear, pero una vez se ha cruzado, nos conduce al abismo.
Heredar la fe no basta
Los cristianos bautizados, que formamos una comunidad y cumplimos nuestros preceptos, ¿nos salvaremos? Tal vez este interrogante nos inquieta. No es suficiente recibir una herencia cristiana. Nuestras creencias adquiridas no bastan para alcanzar el cielo. Así lo pensaban los antiguos judíos, que sabiéndose herederos de Abraham y Moisés, creían que tenían la salvación garantizada y se consideraban el pueblo salvado, frente a otros destinados a condenarse. Pero Dios pide algo más que una rutina religiosa o el cumplimiento de unas leyes.
El sí a Dios es algo más que cumplir. Es una vocación actualizada diariamente, personal, íntima y profunda. Ser bautizado no asegura el tíquet para la eternidad. Es necesario cultivar nuestra relación con Dios, de tú a tú.
De la misma manera que un matrimonio ha de darse un sí cada día, renovando su amor constantemente, nuestra vocación cristiana nos pide unión con el Padre, dándole nuestro sí cada día.
La vocación cristiana ha de estar estrechamente ligada a todas las facetas de nuestra vida. No podemos separar nuestra vida creyente de nuestra vida profesional. Estamos llamados a ser testimonios de Jesucristo en medio del mundo. ¿Somos realmente cristianos en nuestro proceder, en nuestro ámbito laboral, en nuestra ciudad? ¿Somos capaces de testimoniar nuestra fe más allá de los preceptos litúrgicos? Tenemos ante nosotros un reto: replantear cómo vivimos nuestra fe y cómo transformamos en vivencia cotidiana aquello que creemos.
El día que debamos atravesar ese umbral, en el final de nuestra vida, Dios nos conocerá si hemos sabido dar un paso más allá de la fe heredada. Nos conocerá si somos sus amigos, si hemos buscado esa experiencia íntima con él y hemos cultivado una rica vida interior. Si hemos vivido como criaturas de Dios, sintiendo su paternidad y su amor, cercanos a su corazón, ¿cómo no va a reconocernos?
Hay últimos que serán primeros
Si hemos participado de la eucaristía pero no hemos vibrado con ella, no nos hemos dejado interpelar, no hemos sintonizado con Dios ni con la comunidad, tal vez llegado el momento seamos unos “desconocidos” ante la puerta del cielo. Y vendrá otra gente, que realmente ha conformado su vida según Dios, y el amo de la casa les abrirá la puerta. “Hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”, avisa Jesús.
Quizás muchas personas, que por prejuicios o ideas erróneas consideramos indignas del reino de Dios, pasarán por delante de nosotros. Alerta ante el orgullo, la petulancia, la vanagloria. Tal vez Dios nos pondrá a la cola, aún cuando creamos ser los primeros. De ahí la importancia de ser humildes, sencillos, atentos, capaces de perdonar siempre.
Veamos más allá de nosotros mismos y de nuestras percepciones particulares. Sepamos mirar al otro: el inmigrante, el desconocido, aquel que no nos cae bien. Ellos son el prójimo a quien amar. Pues si sólo amamos a quienes nos aman, o a quienes guardamos simpatía o cariño, ¿qué mérito tenemos?, nos recuerda San Juan. Estamos llamados a vivir la caridad, y ésta se manifiesta con más fuerza que nunca cuando somos capaces de amar al enemigo. Es decir, cuando sabemos amar y perdonar a quienes nos guardan rencor y hacia quienes abrigamos aversión. Nuestro esfuerzo por perdonar y olvidar, nuestra capacidad de escuchar, de atender, con ternura, de mostrar misericordia, todas estas cosas nos ayudarán a cruzar esa puerta estrecha.
Entonces habremos cumplido el anhelo más profundo de todo ser humano: encontrarnos con el Creador en un abrazo eterno.
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