22º Domingo del Tiempo Ordinario
Todo el que se enaltece será humillado, y el
que se humilla será enaltecido.
Lc 14, 1-7.14
El banquete de los fariseos
Jesús nos propone en esta lectura una actitud fundamental en
la vida cristiana: la humildad. Aprovecha el contexto de un banquete al que es
invitado para asentar criterios.
En ese banquete, Jesús observa a los fariseos. Entre los
hombres de esa clase social, muchos pugnan por los primeros puestos, por la
preeminencia y la notoriedad. Hoy hablamos del afán por querer salir en la foto.
Hemos de huir de la vanagloria. El único que posee gloria es
Jesús, y renunció a ella. Esto supone un cambio de mentalidad, en contra de las
corrientes de nuestra cultura.
¿Qué significa la humildad evangélica?
Dios, el primer humilde
Dios nos da ejemplo el primero. A través de la encarnación
nos va revelando su pequeñez y su sencillez. Asume la condición humana y su
fragilidad. Un niño en un pesebre es la imagen más bella de este Dios humilde.
Dios no premia al que se libra a una carrera trepidante por afán
de brillar, ya sea intelectualmente, económicamente o de otros modos. Dios, en
cambio, enaltece al humilde. Jesús fue el primero. Obediente al Padre, fue
dócil y aceptó pasar por todas las humillaciones posibles. Y Dios lo encumbró,
resucitándolo después de su muerte.
Ser humilde significa replantearse muchas cosas. Supone
renunciar a ser infalibles, a querer tener siempre la razón, a discutir o
pelear por imponer nuestra verdad, salvaguardando nuestro orgullo. Es muy
difícil aceptar que el otro no piensa igual que nosotros y que podemos
equivocarnos, que nuestra percepción de las cosas no es siempre certera. Dios
es el único que jamás se equivoca. Pero nosotros, desde el momento en que nos
levantamos y damos el primer paso, nos equivocamos una y otra vez. Somos así, y
pensar que no podemos fallar es petulancia y vanidad.
Ser últimos
El mundo se ve agitado por una pugna feroz: todos quieren
ser primeros en todos los ámbitos: en el político, el religioso, el social, el
cultural… Nos gusta posicionarnos, ser protagonistas de la historia, ser el
centro. Para decirlo en una expresión coloquial, nos miramos demasiado el ombligo, pretendemos que el mundo gire a
nuestro alrededor. Pero más allá de nosotros existe una realidad muy rica y
diferente, ni más ni menos importante que la nuestra, ante la que no podemos
cerrar los ojos.
El humilde vive en paz. No busca competir con nadie ni pasar
por delante de los demás. La dinámica de la humildad es pacífica. Entraña
aceptación, calma y sosiego.
Este evangelio de hoy es una llamada a echar el freno en esa
carrera desenfrenada hacia poseer más, dominar más, ser más que nadie, con un
orgullo sin límites. Sólo los últimos son felices, libres de la competitividad,
del afán de figurar y de la vanagloria. Tan sólo en una cosa hemos de
afanarnos: en correr para ayudar y atender a quienes nos necesitan, a los más
pobres y olvidados. Únicamente en esto hemos de apresurarnos para ser primeros.
En cambio, a la hora de buscar poder, reconocimiento, prestigio y honor… en
esto, seamos últimos.
Nuestro lugar es servir
Renunciar a competir nos evitará mucho sufrimiento. El
desgaste anímico y espiritual de querer mantenerse siempre en el primer puesto
es enorme. Ese esfuerzo nos aleja de Dios y de la realidad que nos envuelve.
Nuestro lugar es para servir. Si alguien nos coloca en un puesto de
responsabilidad es porque cree en nosotros y confía que estamos capacitados
para prestar un servicio a los demás.
La imagen del banquete, en los evangelios, ha de leerse como
un símbolo de la eucaristía. A este banquete están especialmente invitados los
más pobres, los alejados, los que sufren. Esos cojos, ciegos y lisiados de los
que habla Jesús son, en realidad, los humildes, los que no poseen nada ni
pueden presumir de mérito alguno, en su pequeñez. Los humildes sintonizan con
el corazón de Dios de un modo especial. Y nosotros, hijos de Dios creados a
imagen suya, somos transmisores de su humildad. Ser humilde, en clave
cristiana, no es otra cosa que ser una persona abierta a Dios. Ser humilde es
poner el corazón en Dios, y no en el dinero, el prestigio o el conocimiento
intelectual. Los humildes sólo cuentan con su bondad, su sencillez y su
gratitud. Pero tienen el mayor tesoro: el amor de Dios.
Ojalá los cristianos vivamos con la sensibilidad despierta y
tengamos nuestras puertas abiertas a quienes más sufren. Dichosos los humildes, dice la bienaventuranza, porque ellos verán a Dios. Lo verán en
el rostro de tantas y tantas personas sencillas, necesitadas, carentes de ayuda
y afecto. En ellos, cuando sepamos acogerlos, veremos a Dios.
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