2014-01-24

El pueblo que vivía en tinieblas vio una gran luz


3 Domingo Ordinario - El pueblo vio una gran luz

3r domingo tiempo ordinario

Pasando junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: “Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres”. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y, pasando más adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron. Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo.
Mt 4, 12-23

Jesús llama a los primeros discípulos


El pueblo que habitaba en tinieblas vio una gran luz. Después de la muerte de Juan Bautista, Jesús aparece como una luz que brilla en medio de su tierra. Tomando el relevo de Juan, comenzará con entusiasmo su ministerio público, predicando el mismo mensaje que proclamara el Bautista: Convertíos, porque está cerca el Reino de los Cielos. Jesús recoge esta misiva para ir preparando al pueblo de Galilea, que entonces era tierra de gentiles, donde los fieles judíos formaban una minoría rodeada de población pagana.

Pero Jesús sabe que la misión de la palabra pasa por reunir a los primeros discípulos. No quiere permanecer sólo, sino que llama a un grupo de seguidores para que estén junto a él y expandan también la noticia del Reino de Dios. Podríamos decir que con ellos nace el germen de la iglesia que luego estallará en Pentecostés: la iglesia fundacional.

Pedro, Andrés, Juan y Santiago dejan el negocio de la pesca para seguir a Jesús. Él llama a estos hombres de la mar para que lo sigan y juntos recorrerán los caminos de Galilea, proclamando el Reino de los Cielos.

Jesús nos llama


Esa luz que iluminó las tierras galileas asoma también a nuestro corazón. Hoy, Jesús nos llama a seguirle, a estar con él, a recorrer nuestras calles y ciudades, nuestras Galileas contemporáneas. Nos pide dejar las redes, todo aquello que nos impide ser libres para confiar totalmente en él. No nos pedirá, quizás, que dejemos nuestros negocios, nuestras familias, nuestros hogares. Pero sí nos pedirá que dejemos atrás todo cuanto apaga nuestra valentía para poder caminar junto a él.

Esto implica confianza y una profunda conversión. La palabra conversión significa girarnos hacia él, emprender un nuevo itinerario, fiarse pese a las dudas o a la oscuridad. Como los primeros discípulos, estamos llamados a seguirle inmediatamente, sin vacilar. Esta es nuestra vocación cristiana: en el centro de nuestra vida religiosa ha de brillar Cristo. Sin miedo, inmediatamente, hemos de decir sí. Hoy, más que nunca, el mundo necesita cristianos firmes y decididos que prediquen con todas sus fuerzas que Dios nos ama.

La necesaria conversión


Hoy estamos aquí porque ya hemos dicho sí, ya le hemos seguido. Por eso participamos de la eucaristía, del sacramento del amor de Dios. Quizás nuestra conversión será ser conscientes de nuestra identidad misionera y evitar la apatía, no dejando que la frialdad religiosa de nuestro entorno ponga obstáculos en nuestros pasos hacia Jesús. Quizás creemos estar totalmente convertidos cuando todavía hay desunión dentro de los mismos seguidores de Jesús. San Pablo en su carta a los Corintios nos recuerda que somos uno, que el cuerpo de Cristo no está dividido. En la medida en que estemos unidos a Cristo estaremos convertidos.


Como comunidad de la Iglesia hemos de anunciar y proclamar el evangelio, igual que hicieron Jesús y los suyos. Y, además de difundir esta buena nueva, también tendremos que aliviar el dolor y curar enfermedades, especialmente las dolencias del alma, aquellas que nos hacen sentirnos vacíos. Hoy, más que nunca, el mundo necesita la dulzura y el amor de Dios. Nosotros, como cristianos, somos las manos sanadoras y amorosas de Dios Padre.

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