Domingo 2º de Navidad
En el principio
ya existía la Palabra ,
y la Palabra
estaba junto a Dios, y la
Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y
sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la
vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no
la recibió. […] Pero
a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su
nombre. […] A Dios nadie lo ha visto
jamás; Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a
conocer.
Jn 1, 1-18
Dios se comunica
Celebramos la
Navidad , un acontecimiento que ha cambiado nuestra cultura y
nuestra historia. El nacimiento del Niño Jesús da un vuelco a nuestra forma de
pensar y de vivir. Navidad es la humanización de Dios, hecho niño, y a la vez
es la elevación, la divinización, del ser humano, que se convierte en hijo de
Dios.
El niño que nace en Belén contiene un mensaje: Jesús es la
palabra de Dios, hecha carne. Con sus obras encarna todo lo que Dios quiere:
salvar a la humanidad.
Con el nacimiento de Jesús, la palabra cobra un sentido
trascendente. ¡Cuánta palabrería nos invade! Cuántas veces la palabra expresa
lo que no quiere, o la matamos, vaciándola de sentido, haciéndola incapaz de
transmitir amor.
Navidad es una fiesta de comunicación: Dios se despliega y acampa
entre nosotros. Busca el diálogo con su criatura y la comunión con ella. Esta
fiesta encierra un extraordinario mensaje de llamada a la conversión, para
modificar nuestra forma de ver las cosas y de ser cristianos.
El acontecimiento de la natividad del Señor tiene una enorme
trascendencia. Hoy revivimos el gesto de este Dios todopoderoso que se despoja
de su rango, desprendiéndose de todo su poder, para hacerse bebé, pequeño e
indefenso. En la cultura hebrea los niños, al igual que las mujeres, eran desplazados
y marginados a un segundo plano. En cambio, el anuncio del Mesías que ha de
venir culmina con la llegada de un niño. La encarnación de Dios está envuelta
en sencillez, no tiene nada que ver con el orgullo, la petulancia o el poder. No
es espectacular. Esto nos empuja a remirar con otros ojos, como niños, la forma
en que Dios actúa en nosotros.
El origen de nuestra fe
En la vida cristiana hay dos momentos litúrgicos
fundamentales: Navidad y Pascua. En estas fiestas, nuestras iglesias deberían
rebosar. Sabemos que hay muchos compromisos familiares y mucho ajetreo en las
casas, pero no podemos faltar al ágape eucarístico. Dios nos invita a paladear
la trascendencia. Su luz y su palabra desplazan toda tiniebla. A través de la
liturgia de estos días profundizamos en el sentido de aquello que nos hace
cristianos. ¿Cómo medir nuestra coherencia? En la respuesta que damos en los
momentos claves de nuestra vida. El pesebre, con su sencillez, nos revela el
momento crucial del origen del Cristianismo. De la misma manera que no podemos
renunciar a un compromiso familiar para celebrar un aniversario o un
acontecimiento importante, tampoco podemos renunciar al momento en que
celebramos el nacimiento de la semilla cristiana.
A los que la
recibieron, les dio el poder de hacerse hijos de Dios. Vivimos inmersos en
las tinieblas del pecado y del egoísmo. Pero la luz brilla en las tinieblas,
iluminando el mundo con su amor. Quienes la acogen permanecen en ella; quienes
la rechazan se quedan sin su calor, sin poder ver.
Tenemos un tesoro en nuestras manos: el amor de Dios, la
salvación. Hemos de encarnar ese amor, abrirnos para introducir a Dios en
nuestra vida y saberlo comunicar.
La palabra hecha vida
La palabra hecha carne es vida. No podemos despreciar la
palabra de Dios. ¡No es mera literatura! Es una herramienta para expresar lo
inenarrable, la belleza divina. Muchas personas son profesionales de la palabra
—periodistas, filósofos, maestros, comunicadores— pero, si no damos a la
palabra un contenido auténtico y profundo, se la lleva el viento. La palabra no
es una entelequia ni una mera expresión bonita. Jesús da sentido a la palabra
cuando la hace vida de su vida. Es así como la rescata. Los predicadores y los
ministros de la palabra hemos de pensar muy bien en lo que decimos. Como
recordaba Santa Teresa, o hablar de Dios,
o no hablar. Las palabras banales sobran. Cuanto decimos debe estar en
consonancia con lo que hacemos y somos.
En Jesús la palabra lleva a la acción. Ojalá su palabra cale
en nosotros, como lluvia fina de primavera que empapa la tierra. Entonces
actuaremos movidos por su fuerza.
A Dios nadie lo ha
visto jamás; su Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado
a conocer, continúa el evangelio de Juan. No lo hemos visto, pero sí se nos
ha comunicado su palabra y su obra, y sabemos que muchos santos y mártires han
dado hasta la vida por expandirla. Su testimonio nos revela cómo es Dios.
En estos días, en que
muchas mujeres pasan largas horas en la cocina, amasando y cociendo en el horno
para obsequiar a sus familias, dejemos que la palabra de Dios amase nuestro
corazón hasta tocar lo más hondo de nuestro ser y de nuestra sensibilidad. Pues
se nos ha comunicado para que seamos profundamente felices.
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