6º Domingo de Pascua –A–
Jn 14, 15-16
“El que acepta mis
mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama, lo amará mi Padre y yo
también lo amaré, y me revelaré a él.”
El amor se traduce en unión
“Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”. Jesús, en la
vigilia de su muerte, abre su corazón y comunica a los suyos cosas
importantísimas para ellos y el futuro de la Iglesia. Amar implica adherirse
totalmente a las palabras de Jesús. El concepto de mandamiento, en la cultura semita, no es tanto una obligación o una
orden que hemos de obedecer, como una urgencia, unas palabras o hechos de vital
trascendencia.
Jesús exhorta a los suyos a guardar sus mandamientos.
¿Cuáles son estos mandamientos? Se refiere al mandamiento del amor: amad como
yo os he amado; a la petición de ser uno con el Padre, como él, y a ser
perfectos en el amor como el Padre lo es. Son consignas definitivas para el
cristiano, y de éstas se derivan otras: ama a tus enemigos, haz el bien incluso
a quien te persigue, no juzguéis y no seréis juzgados…
Especialmente, Jesús nos pide que seamos unos con él. El
pequeño grupo de los apóstoles creció con toda su potencia porque se mantuvo
unido y en comunión. Si amar nos cuesta, mantenernos unidos y buscar la perfección
son retos aún mayores, pero fundamentales para nuestro crecimiento personal y
para la cohesión como Iglesia.
El Espíritu Santo, fuerza que aglutina
Jesús continúa: “Le pediré al Padre que os dé otro defensor,
que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad”. Sabe que el impacto
de su muerte puede desorientar y entristecer a los suyos, y les dice que
intercederá al Padre por ellos, para que les envíe al Consolador que siempre
los acompañe. Quizás sin la fuerza del Espíritu Santo, como veremos en
Pentecostés, el grupo nunca se hubiera aglutinado. Era necesaria su presencia,
que llenó de coraje a los discípulos para empujarles a salir en misión.
Con la recepción del Espíritu Santo, los apóstoles tienen
muy claro que Dios está con ellos. “Yo estoy con mi Padre, y vosotros conmigo y
yo con vosotros”, dice Jesús. Esa triple unión actúa como correa de transmisión
que los lanzará al mundo a evangelizar.
Con estas palabras, el autor sagrado se refiere al misterio
insondable de la Trinidad ,
el mismo corazón de Dios. Está aludiendo al Padre creador, al Hijo, la palabra
encarnada por amor, y al Espíritu Santo, que es la fuerza y el compromiso.
El Hijo, transparencia del Padre
Los mandamientos no sólo deben ser guardados como un
precioso legado espiritual, sino que los cristianos hemos de cumplirlos,
vivirlos y sentirlos, hasta hacerlos carne de nuestra carne. Sólo de esta
manera estaremos unidos a la propia Trinidad. Sólo cuando amamos de verdad el
amor del Padre y del Hijo también llegará a nosotros, y el Hijo se revelará en
toda su plenitud.
El Hijo es la transparencia del Padre, la manifestación
plena y total de Dios. Los cristianos no necesitamos nada más. Tenemos
suficientes argumentos, como bien dice san Pedro en su carta, para dar razón de
nuestra esperanza. Cada domingo, el pan sacramentado que comemos es suficiente
motivo para hacernos estallar de alegría y empujarnos a nuestro trabajo
misionero de anunciar a Cristo resucitado.
Vivir con hondura los sacramentos
¿Qué nos ocurre? Sucede que, por rutina, por haber caído en
una práctica religiosa ritualizada e inmersa en nuestra cultura, nos cuesta
vibrar ante el sacramento. Hemos envuelto tanto el regalo que no acabamos de
encontrarlo bajo las capas que lo recubren. Venimos a misa casi por inercia, por
costumbre o por sentido del deber, pero no somos totalmente conscientes de lo
que hacemos. Tal vez sí lo sabemos, pero no experimentamos en nuestro interior
este amor inmenso de Dios que se nos entrega. No captamos la trascendencia, nos
falta alegría. Nos quedamos en el mero gesto, pero no ahondamos lo bastante en
su significado. Y de ahí que nuestras liturgias, faltas de esa vivencia, corran
el riesgo de convertirse en ritos vacíos.
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