Entonces se les
abrieron los ojos y lo reconocieron.
Lc 24, 13-35
Dios sale a nuestro encuentro
Las secuencias de las apariciones de Jesús resucitado van
sucediéndose en aquel día primero de la semana. Esta vez son dos los testigos,
discípulos que caminaban hacia un pueblo llamado Emaús. Por el camino van
conversando, abatidos y desencantados, y discuten, tratando de comprender lo
que ha ocurrido con su Maestro. Es
entonces cuando un desconocido interviene en su conversación.
Jesús siempre sale a nuestro encuentro. Cuando estamos
tristes y consternados, va en busca de nosotros. Cuando dudamos y nos sentimos
desamparados, busca la manera de hacerse el encontradizo en nuestras vidas.
Los dos discípulos comentan con el forastero lo sucedido en
Jerusalén. Hablan de Jesús, a quien llaman profeta, crucificado y muerto. Y
mientras conversan, el caminante va iluminando su corazón, explicándoles las
Sagradas Escrituras desde Moisés hasta los profetas, indicando todos los
lugares que se refieren a él.
Jesús instruye
En el camino hacia Emaús, Jesús hace de catequista con
aquellos dos discípulos desorientados. Paciente, camina a su lado, mientras les
va explicando. Este camino es paralelo al catecumenado que una persona recorre
hasta convertirse. De la oscuridad de la duda, se llega poco a poco a la
claridad. Las Sagradas Escrituras son fundamentales para entender el misterio
de la revelación cristiana. Jesús recoge la tradición de la ley judía y de la Torah , parte de sus raíces.
Pero ya no se presenta como otro más entre los profetas. Jesús es mucho más que
ellos, más que Moisés y David. En él se culminan las profecías del Antiguo
Testamento. Los profetas anunciaban una promesa: él es el cumplimiento de esa
promesa de Dios.
Cuando llegan a Emaús, los dos hombres invitan al
desconocido a quedarse con ellos. Y le insisten: “Quédate con nosotros”. En esa
petición, ya se atisba un latido de esperanza. Los discípulos comienzan a
despertar.
Qué importante es acoger tanto las instrucciones como al
propio instructor. Para que se dé una sintonía entre Dios y nosotros ha de
haber ese deseo ardiente, esa petición: quédate con nosotros. Los cristianos
hemos de dejar que Dios nos acompañe, que la Iglesia nos instruya, y abrir las puertas de
nuestro corazón a Jesús. Sólo de esta
manera pasaremos a otra fase espiritual, a un nivel más elevado: nuestra
participación en el ágape de la eucaristía.
Compartir y anunciar
El momento de reconocimiento pleno llega cuando los tres
participan en la fracción del pan. Entonces sus ojos se abren y reconocen la
presencia real de Jesús. Él desaparece, pero esta experiencia íntima con el
resucitado les basta.
Compartir el pan con Jesús los convierte en apóstoles. Del
catecumenado, la instrucción, pasan a la eucaristía y de ahí llegan a ser
anunciadores de la buena nueva. Ya están preparados para recorrer el camino al
revés. Deshacen el camino de la desesperanza para iniciar el camino de la fe y
el amor. Vuelven, corriendo, entusiasmados, a Jerusalén. Allí comunican a sus
compañeros que realmente el Señor ha resucitado y se les ha aparecido. Explican
lo que les ha sucedido y recuerdan: “¿No ardía nuestro corazón cuando nos
explicaba el sentido de las escrituras?”.
Ahora, sus vidas son llamas vivas, que los empujarán a
comunicar este acontecimiento salvífico.
El camino de Emaús, hoy
Hoy día, los cristianos podemos encontrarnos a menudo en
situaciones semejantes a los discípulos de Emaús. Tal vez los problemas y las
injusticias amenazan con hundirnos en el desencanto y la decepción. Dios parece
ausente de un mundo convulso y herido por las luchas y el afán de poder. Y
quizás la tendencia más inmediata sea ésta: retirarnos, huir de los problemas,
refugiarnos en nuestro Emaús particular, para discutir, intentando razonar, el
por qué de tanto mal.
Pero, al igual que les sucedió a los discípulos de Emaús,
Jesús no deja de venir en nuestra busca. Lo hace de mil maneras, a través de
personas, lecturas, plegarias; a través de los mensajes de la Iglesia y de los
acontecimientos… Como aquellos discípulos, si queremos oír su voz hemos de
prestar atención y abrir el corazón. Hemos de saber escuchar e invitar. Dejemos
que Dios se aloje en nosotros porque, sin duda, vendrá. Lo descubriremos en
aquellos momentos de diálogo sereno, de oración, o de comunión. Tal vez cuando
sepamos olvidar nuestros problemas y dejar a un lado el egoísmo, se encenderá
la luz dentro de nosotros y descubriremos que allí donde dos o más se aman, se
ayudan y comparten lo que tienen, allí está Dios.
Para los creyentes, ese momento de revelación e íntima
comunión se da cada domingo en la eucaristía. Tal vez el resto de la semana sea
un camino arduo, cargado de problemas, donde nos asaltan las dudas y el miedo.
Pero nuestra vida tiene un sentido y la fracción del pan de Cristo nos ayuda a
renovarla y nos infunde fuerzas y entusiasmo para seguir proclamando que Dios
nos ama y nos busca.
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