Mt 13, 24-43
El campo del mundo
Las imágenes de las parábolas reflejan unas enseñanzas sobre
el Reino de los Cielos. En cada parábola hay un fin pedagógico que acerca a los
oyentes al misterio de Dios. El domingo pasado, reflexionábamos sobre la
parábola del sembrador, en la que veíamos que no toda la tierra es fecunda.
Hoy, en la parábola del trigo y la cizaña, el autor pone de manifiesto dos
realidades que coexisten siempre: el bien y el mal.
El sembrador es Cristo y el campo es el mundo –y también es
una imagen que puede aplicarse a la
Iglesia y a nuestro propio interior.
El deseo de Dios es llegar a fecundar el corazón de su
criatura; por ello hará un esfuerzo educativo para que su designio llegue a ser
conocido y aprendamos a amar. Así, Jesús siembra en nosotros la palabra de
Dios.
Dios siempre espera
En la parábola, los jornaleros avisan al dueño del campo: ha
aparecido la cizaña. En nuestro interior, a veces también brota la mala hierba
del pecado, el orgullo y el egoísmo. En las familias, incluso en familias
buenas y cristianas, también pueden vivirse situaciones de ruptura y soledad.
La cizaña se extiende por todas partes.
¿Qué hace Dios, ante tantas realidades de mal y dolor? La
parábola sigue explicando que los jornaleros se ofrecen al señor del campo para
ir y arrancar las malas hierbas. Pero él les dice: Dejad que crezcan juntos
hasta la siega.
La siega es imagen del final del mundo, y también de nuestra
muerte, el final de nuestra vida terrenal. En esta parábola, vemos como el Dios
de Jesús no es un Dios exterminador e implacable. Es un Dios de bondad y
misericordia. “Esperad hasta el final”, nos dice. Hasta el final de nuestros
días, Dios siempre espera que nuestro corazón se convierta. Es un juez bueno,
paciente, que sabe aguardar hasta el último momento.
Más allá de la justicia humana
Hemos de aprender ese modo de hacer de Dios. Los cristianos
estamos llamados a ser misericordiosos y compasivos, a tener siempre esperanza
en la mejora de los demás. A menudo actuamos con dureza y nos convertimos en
jueces implacables, que segaríamos las malas hierbas sin piedad. Y queremos que
Dios también sea así. No comprendemos su tolerancia ante el mal. Pero nuestra
dureza no nos lleva a nada. La justicia humana nos puede llevar a grandes
errores. La justicia, sin amor, puede provocar muchas muertes de inocentes y
causar enormes daños e injusticias.
La justicia de Dios está muy por encima del castigo. Dios
hace llover sobre justos y pecadores, y hace que el sol brille sobre buenos y
malos. Es tanta su bondad, que hasta a los pecadores ama y protege, como lo
hizo con Adán en su expulsión del paraíso y con Caín tras haber matado a su
hermano.
Aprendamos a ser comprensivos
Si queremos ser imagen de Dios, hemos de tender a esta
pedagogía divina. Siendo humanos, nos arrogamos un poder divino y nos
precipitamos a juzgar y condenar a las gentes. Querríamos segar y arrancar de
raíz todo mal, cuando muchas veces estamos obcecados y tachamos de “malos” a
aquellos que simplemente no piensan ni actúan como nosotros.
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