14º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
Mt 11, 25-30
La oración madura es acción de gracias
Jesús nos enseña a dirigirnos a Dios con una exclamación que
le sale del alma: ¡Gracias! Podríamos decir que la oración de gratitud es
esencial en la vida cristiana. El cristiano ya maduro, de la oración de
petición pasa a la oración de gratitud y alabanza, como ya se recoge en la
tradición de los salmos.
La relación entre Jesús y Dios Padre es agradecida y está
llena de reconocimiento y loanza. Los cristianos hemos de aprender a ver los
inmensos dones que Dios nos da, tanto en lo material como en lo espiritual.
Saber dar las gracias es reconocer el bien que hemos recibido de alguien. Hoy,
domingo, hemos recibido al mismo Cristo sacramentado. ¿Sabemos dar las gracias
por su enorme generosidad? Jesús, en el pan y el vino, nos regala su propia
vida. Hemos de aprender a vivir instalados en la gratitud porque todo cuanto
tenemos es don de Dios. Incluso el sufrimiento o el dolor nos pueden ayudar
espiritualmente a reconocerlo.
Entender las cosas de Dios
“Has revelado estas cosas a los sencillos, y las has
ocultado a los sabios…” Cuando Jesús habla de “estas cosas”, se está refiriendo
al Reino de Dios. Sólo los sencillos y humildes sabrán descubrirlo. “Si no os
hacéis como niños, no entraréis en el Reino”. Es decir, si no nos volvemos
sencillos, humildes de corazón, difícilmente entenderemos las cosas de Dios.
Desde la sencillez descubrimos la grandeza de Dios.
Los “sabios y entendidos” son aquellos que creen que con su
inteligencia ya pueden prescindir de Dios. Cuántas veces rendimos un culto
exagerado a lo intelectual y a lo científico, creyéndonos ser dueños del mundo.
Un corazón rebelde, desconfiado y orgulloso, petulante, está lejísimos de
entender el misterio de Dios.
Confianza sin reservas
“…porque así te ha parecido bien”, continúa Jesús. Y en
estas palabras vemos cómo confía plenamente en Dios. Cuando se da una profunda
y mutua comunión entre el Padre y el Hijo, todo lo que viene del Padre es
aceptado por Jesús con agrado, hasta su propia muerte, como gesto de obediencia
total al Padre.
Jesús nos enseña a confiar en Dios, a decirle que sí, que
creamos que todo lo que él quiere de nosotros es lo mejor. ¿Quién puede dudar
del amor de un padre hacia su hijo y de la respuesta de éste cuando el amor es
sincero y auténtico?
Hemos de aprender a confiar también en los demás. El mundo
en manos de Dios no se perderá. Tengamos fe y esperanza. Dios no deja nunca
sola a su criatura.
Nuestro descanso es Jesús
“Venid a mí los que estáis cansados y agobiados, que yo os
daré reposo”. A él no le fue fácil mantenerse firme en su misión, ya que muchos
judíos rechazaron su predicación y su persona. Jesús sabía descansar totalmente
en Dios porque tenía puesta su confianza en él. Hoy vemos a mucha gente
perdida, desorientada, cansada, derrotada. ¿Por qué? Porque queremos prescindir
de Dios en nuestra vida. Nos creemos capaces de todo y las fuerzas flaquean.
Nos desanimamos. Apartar a Dios de nuestra vida es lanzarnos a un sinsentido
que nos provoca una apatía mortal.
Es verdad que podemos tener razones para desanimarnos. Somos
conscientes de que el mundo está mal. ¿Dónde está nuestro reposo? ¿Cómo superar
la desidia frente al desconcierto ante el mundo de hoy? En la persona de Jesús.
Él es nuestro descanso. Él nos da paz y calma, incluso en los momentos más
difíciles. ¡Cuánta gente ha tirado la toalla por no confiar! Porque ha creído
que podía arreglar todos sus problemas y los problemas del mundo. Jesús nos
pide humildad para saber ver con lucidez que en él está la clave de esta paz
tan deseada.
Dios no nos esclaviza
“Mi yugo es suave, y mi carga ligera”. Jesús no pesa tanto.
Mucha gente piensa que creer es una esclavitud, una pesada carga de
imposiciones que no nos permite ser libres. Jesús no es un yugo pesado, ni
cuesta de llevar… ¡él es quien nos lleva! Cuando prescindimos de él, creyendo
reafirmar nuestra libertad, es cuando caemos en la trampa de muchos mitos y
esclavitudes disfrazadas. ¿Qué nos pesa? Lo que lastra nuestro corazón es el
egoísmo, la envidia, las seudo libertades, la autosuficiencia… Cuando el hombre
se convierte en un dios para sí mismo carga con un gran peso sobre sus
espaldas: el absurdo de su propia estupidez.
Dios nunca nos quita nada,
nada de lo que hace nuestra vida hermosa, noble, libre, como recordó Benedicto
XVI en su homilía de investidura. Al contrario, él nos lo da todo.
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