“El reino de los
cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo
vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra
el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas
finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y
la compra”.
Mt 13, 44-52
El final de esta lectura acaba con una pregunta interpeladora
de Jesús a las gentes: ¿Entendéis esto? También hoy podríamos preguntarnos:
¿entendemos la parábola reveladora de Jesús, que nos descubre los misterios de
su reino?
Jesús utilizó diversas parábolas para explicar el reino de
los cielos. Todas ellas son metáforas que hoy, nos ayudan a comprender cómo se
instaura el reino de Dios en nuestro corazón.
Un hallazgo de valor incalculable
El reino es comparado a un tesoro enterrado en un campo. El
que lo encuentra, corre a venderlo todo para conseguirlo. Así sucede cuando nos
encontramos con aquellas cosas que nos hacen vibrar, que nos colman de alegría.
El hallazgo del amor de nuestra vida, de la fe, de aquello que da sentido a
nuestra existencia, vale más que todos los bienes del mundo. Este tesoro es un
don que nos regala el cielo: el mismo Cristo.
Cuando queremos algo intensamente, renunciamos a otras cosas
para obtenerlo. Así, vendemos, tiramos o rechazamos ciertas cosas para
quedarnos con lo que realmente vale la pena. Y lo hacemos llenos de alegría,
porque nada puede compararse a ese tesoro. Del mismo modo, cuando encontramos a
Cristo, somos capaces de prescindir o dejar atrás muchas banalidades o falsos
tesoros que enturbian nuestro corazón.
Con alegría
Cristo es la perla preciosa que la Iglesia nos brinda cada
día. Los cristianos ya hemos encontrado el reino de Dios, el tesoro escondido
nos ha sido revelado y la perla nos es regalada sin reservas. ¡Esto es motivo
de una profunda alegría!
Pero no siempre mostramos ese gozo ante el mundo. A veces
nuestro testimonio es triste y amargo. No manifestamos alegría por el don de la
fe y caemos en la tibieza y en la apatía. Ciertamente, no es fácil mantener
viva la luminosidad del entusiasmo. Seguir a Cristo y ser fiel a la Iglesia entraña
dificultades y perseverancia. Nos cuesta, y es comprensible. Pero estamos
llamados a permanecer en una perpetua alegría.
La red echada al mar
La red echada al mar es otra parábola del reino de Dios. La Iglesia , pescadora de
almas, boga mar adentro y echa sus redes, sabiendo que el trigo y la cizaña
crecen juntos y que sacará del mar peces buenos y malos. Pero la voluntad de
Dios es llamarnos y conquistar el corazón de todos. También, y muy
especialmente, el de los pecadores. Su amor llega a toda criatura porque no
conoce el desamor y no puede dejar de amar a todos sus hijos. ¡Cristo murió por
todos! Y Dios es un Padre bueno que hace salir el Sol sobre justos e
injustos.
Algunas personas se indignan ante este amor misericordioso e
incondicional de Dios. Piensan que es injusto que Dios salve y trate igual a
los que han vivido toda su vida de forma ejemplar como a los pecadores, que se
han convertido a última hora. Su reacción es similar a la del hermano mayor de
la parábola del hijo pródigo, o a la de los jornaleros de otra parábola, que se
irritan contra su amo porque da la misma paga a los que comenzaron temprano que
a los que se incorporaron a trabajar muy tarde. Tenemos celos y pretendemos que Dios nos ame
más por nuestra supuesta fidelidad. ¿Por qué Dios actúa así? Y si Dios ama
también a los impíos, ¿vale la pena esforzarse por ser buenos, si al final
todos recibirán la misma recompensa?
La lógica divina
Ahondemos en el evangelio, recemos y descubriremos por qué
Dios parece derrochar sus dones incluso sobre personas que, a nuestro juicio,
no merecen tal trato de favor.
Esta es una visión totalmente enmarcada en una lógica
humana, pero Dios no es como nosotros. Su corazón es mucho más grande que el
nuestro y la lógica divina rebasa nuestras miras estrechas. Por supuesto, a
Dios le gusta que correspondamos a su amor y busquemos la santidad. Como un
padre con sus hijos, ama tanto a los dóciles como a los rebeldes, pero desea
que todos le amen y vivan en plenitud, y anhela la conversión de los que se
alejan de él. No dejará de buscarlos, para que regresen.
Dios espera nuestra respuesta
Como hijos de Dios, estamos llamados a ser pacientes y
comprensivos si queremos ayudar a convertirse a los demás. Dios espera sin
desfallecer, hasta el último momento, para salvar a su criatura. Y cuenta con
nuestra ayuda. En la Iglesia
somos multitud, un ejército pacífico con la misión de ir a salvar almas
perdidas. Sepamos ser como Dios, superando las barreras de las simpatías o
antipatías, los prejuicios y los celos. Ante Dios, todos somos almas desnudas.
Sólo nos pide que le amemos.
Todos estamos llamados a ser salvados, pero él espera
nuestra respuesta, y no todos respondemos igual. Como el rey Salomón, pidamos a
Dios sabiduría, un corazón dócil y capacidad de escucha y de justicia.
Necesitamos saber escuchar.
Dios siente tristeza ante el que no le ama y no responde a
su llamada. En cambio, siente una enorme alegría por el que sí responde. Al
final de los tiempos, hará como los pescadores con los peces: escogerá y
desechará. Su voluntad es que nadie sufra ni se condene; su deseo es la felicidad
de sus criaturas y la salvación de todos. Está en nuestras manos escuchar su
voz. Él nos llama. Nuestro cometido es responder e identificarnos
con su hijo, Jesucristo.
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