El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de manaña, la semilla germina y va creciendo sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega...
Mc 4, 26-34
Con esta bella parábola tomada de la vida
rural, Jesús explica cómo el Reino de los cielos nace con humildad, y aparece
sobre el mundo de forma muy sencilla, silenciosa y casi imperceptible. Pero,
con el paso del tiempo, crece y se expande, ofreciendo refugio y alimento a
muchos.
Una obra de Dios
Dos cosas podríamos resaltar en las palabras
de Jesús. La primera es que el Reino de Dios no es obra humana, ni nace por el
esfuerzo de las personas, sino porque Dios ha puesto la semilla. En manos del
hombre está el cultivo, el cuidado de la tierra, el riego y también, llegado el
momento, la siega. Pero el crecimiento del grano no depende de él. La vida
propia que late en la semilla
es obra de Dios.
Así sucede también con los proyectos
apostólicos. Los cristianos somos llamados un buen día a colaborar para tirar
adelante alguna iniciativa. Dios pone en nuestras manos una misión, confiando
en nuestras capacidades para desarrollarla y llevarla a cabo. Como buenos
labradores, nuestra tarea es importante para que esa misión culmine. Pero, al
mismo tiempo, no hemos de olvidar que su éxito no depende exclusivamente de
nuestro esfuerzo, sino de
la gracia de
Dios. Por tanto, como decía san Agustín, en nuestro trabajo
diario actuemos como si todo dependiera de nosotros pero sabiendo que, en
realidad, todo depende de Dios. Esta perspectiva nos dará la humildad necesaria
para trabajar con perseverancia y la paz para hacerlo sin angustia ni tensiones
inútiles. Si triunfamos sabremos alegrarnos sin enorgullecernos; si las cosas
no resultan como esperábamos podremos empezar de nuevo sin desalentarnos.
En nuestro mundo de hoy los cristianos a
menudo podemos caer en el desánimo. Son muchas las personas que se apartan de la Iglesia y reniegan de
ella. Nos encontramos faltos de argumentos para justificar nuestra fe y a veces
también vacilamos. ¿Realmente vale la pena defender nuestras creencias?
Es en esos momentos cuando hemos de volver el
rostro a nuestro referente: Jesús. Él murió, solo y rechazado, cuando días
antes había sido aclamado por las multitudes. Podía parecer que su misión en el
mundo fue un completo fracaso… pero no fue así. Hoy, millones de personas
seguimos a Cristo. La Iglesia ,
con sus errores y aciertos, ha iluminado la historia de la humanidad durante
muchos siglos, y continúa viva.
Dios nos muestra cómo, después de la muerte,
hay una resurrección. Si la
semilla en si contiene vida no morirá. Caerá en la tierra
pero dará fruto a su tiempo. Tengamos paciencia. Confiemos. Podemos atravesar
épocas de sequía y soledad, pero esto no debe rendirnos. El tesoro que posee la Iglesia rebosa vida en
abundancia. Jamás perecerá.
El grano de mostaza
La siguiente parábola de Jesús compara el
Reino de Dios con un granito de mostaza que, siendo la más pequeña de las
simientes, crece más que todas las legumbres, echa ramas y las aves del cielo pueden reposar bajo su sombra. Esta es una
bella imagen de la
Iglesia. Nació como pequeña comunidad, casi insignificante.
Sus primeros miembros fueron personas sencillas, una docena de hombres y
algunas mujeres, lejos de las elites religiosas y políticas de su tiempo. Nada
vaticinaba la eclosión espectacular de una religión cuyo fundador, Jesús, había
muerto de la más vergonzosa de las muertes, crucificado. Y, sin embargo, la Iglesia brotó con fuerza.
A raíz de la
experiencia de la resurrección de Cristo los apóstoles
esparcieron su mensaje a todo el mundo. Como árbol que echa ramas, el
Cristianismo ha alargado sus brazos hasta cubrir todo el planeta. Y muchas son
las personas, cargadas de dolor, hambrientas de Dios, que han encontrado
alivio, consuelo y respuestas bajo su sombra reparadora.
No olvidemos nuestros orígenes, humildes y
sencillos. Las raíces son fundamentales para poder crecer. Si queremos que la Iglesia de hoy continúe
viva y sólida, expandiendo sus ramas, hemos de recordar continuamente cómo
nació y de qué fuentes se abreva. El agua viva que riega la Iglesia es el amor de
Dios. El aire que la agita es el soplo del Espíritu Santo. Y el alimento que la
nutre y fortalece es el mismo Cristo.
No necesitamos ir muy lejos para fortalecer
nuestra fe y nuestras comunidades. Corramos a beber de esa fuente, en la
oración. Dejemos hablar al Espíritu en el silencio. Y alimentémonos en el pan
de la eucaristía, que siempre tenemos a nuestro alcance. La experiencia
comunitaria de nuestra fe, compartir la palabra de Dios y escuchar a sus
sacerdotes nos darán fuerzas para vivir con coherencia y entusiasmo nuestro ser
cristianos cada día.
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