2015-06-19

La tempestad calmada

Aquí tienes el texto completo de la homilía en pdf.


12 Domingo Ordinario - B from Joaquin Iglesias

Se levantó un fuerte vendaval y las olas se echaban sobre la barca, de suerte que ésta estaba ya para llenarse. Jesús estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal. Le despertaron, diciendo: Maestro, ¿no te importa que perezcamos? Y, levantándose, mandó al viento y dijo al mar: Calla, enmudece. Y se aquietó el viento y vino una gran calma.
Mc 4, 35-41

Después de una larga jornada predicando a las gentes, Jesús se aleja de la playa para descansar, con paz y sosiego. Para ello, sube a la barca con sus discípulos y se aleja de la orilla.

Ya en alta mar, llega un huracán y se levanta la tempestad. Las olas zarandean la barca y los apóstoles tienen miedo. Jesús duerme. ¿Cómo es posible? Podría parecer que es indiferente al peligro que corren… Jesús duerme porque confía en Dios Padre.

Dios está en medio de la tormenta


En nuestro mundo de hoy, muchos son los oleajes que sacuden nuestro corazón. Sólo duermen tranquilos los que tienen paz, los que confían en Dios. Con Jesús nada malo puede ocurrir. Jesús tenía calma en su interior porque la rica relación con su Padre, Dios, lo llenaba de paz.

Analógicamente, la Iglesia hoy es un barco que navega en alta mar, con la misión de llevar la buena nueva y rescatar a las gentes que se hunden en el egoísmo. También recibe los embates de muchas olas, a través de las críticas mordaces y despiadadas y los ataques contra los valores cristianos. La Iglesia está en un momento crucial de su historia. La increencia, la calumnia, el narcisismo, sacuden con fuerza esta embarcación. A pesar de todo, más que nunca hemos de saber que, aunque parezca callar, Dios está a nuestro lado. Aunque silencioso, él siempre está con nosotros.

Crisis de fe


La crisis de fe que vivimos hoy tiene una explicación. Una cosa es la herencia de la fe y otra dar un paso más allá de la educación recibida y tener una experiencia vital de Dios. Sin esta experiencia nadie puede llegar a sentirse enamorado y entusiasmado con su fe.

Los jóvenes, como los adultos en su momento, están aprendiendo y en su proceso de madurez deben chocar a menudo con la realidad. Es necesario para que crezcan. Si la fe que reciben no se completa con una experiencia íntima y personal con Dios, será simplemente una herencia cultural, un barniz superficial que no llegará a calar en las entrañas de su ser. Acabarán abandonándola o incluso censurándola. Esto sucede también con muchas personas adultas que no han llegado a vivir la fe como algo suyo, sino como una parte de su tradición y cultura.

Crisis de confianza


Pero hoy, además de la crisis de fe, se da una crisis de confianza. Nos cuesta mucho confiar en los demás. No sólo en los personajes públicos, sino en los seres cercanos: en la familia, los amigos… en el mismo Dios. La hermosa relación entre el hombre y Dios, como vemos en el relato del Génesis, se rompe cuando nace la desconfianza. Toda desconfianza destruye relaciones y proyectos humanos. Esta es la gran crisis de nuestra civilización. Avanzamos hacia un mundo donde todo es cada vez más virtual. Y la confianza ha de ser encarnada. Confiar, además, no es un mero estado psicológico, o un sentimiento pasajero de bienestar. Es la certeza de saber que, abriéndonos a la otra persona, podemos crecer y madurar.

La falta de alegría, de entusiasmo, de fe, es una consecuencia de la pérdida de confianza. Si perdemos la fe, la esperanza, el amor… ¿qué nos queda? Nada. Un absoluto vacío, abismo sin sentido. En el caso de las relaciones que han durado largos años, como en muchas parejas que se separan, cabe preguntarse cómo es posible que se rompa algo que se ha vivido con plenitud durante mucho tiempo…

Cuando se pierde la confianza, se pierde el sentido de la vida. Sobre la confianza se construye todo. Los cristianos estamos llamados, no sólo a creer, sino a confiar en Dios, y a amarlo con intensidad. Creer, amar, esperar, se culminan con el confiar.

Dios no duerme


No nos engañemos. El mundo vive inmerso en la tempestad. Sólo en el cielo alcanzaremos la calma total. Nuestra vida transcurre en medio de un constante vaivén, pero ¡tengamos calma! La barca seguirá a flote. Dios nos dará la firmeza y la serenidad necesarias. Más allá de nuestras capacidades físicas y psicológicas, tenemos una dimensión espiritual dotada de una enorme fuerza. Somos hijos de Dios, de su misma naturaleza. Si alguna vez nos preguntamos cómo es posible que una persona, criatura de Dios, puede ser capaz de hacer tanto daño, es porque esa persona se ha rendido a la seducción del mal.

No podemos apearnos de la confianza. Podemos sentir miedo e inquietud por el futuro, es muy humano. Pero, ¡el milagro es que el barco aún no se ha hundido! Y es porque Dios no duerme. Siempre vela, junto a nosotros. Finalmente, dice el evangelio, Jesús se levanta, increpa al viento y hace callar las aguas.

¡Cuántos son los ruidos que nos envuelven! Los vendavales y el estruendo desestabilizan la sociedad y el mundo entero. Necesitamos serenidad y sosiego. Sólo las alcanzaremos en su plenitud en el cielo, pues en la tierra nuestra vida es una lucha contra el mal. Nuestra misión es rescatar de las aguas turbulentas a muchas gentes y traerlas hacia la luz del rostro de Dios. El mundo es una batalla continua. Pero, en medio de la brega, dejémonos enamorar por Dios. Él nos dará fuerzas y llenará nuestro corazón de calma y de paz.

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