XIV domingo tiempo ordinario
Llegado el sábado, se
puso a enseñar en la sinagoga, y la muchedumbre que le oía se maravillaba,
diciendo: ¿De dónde le vienen a éste tales cosas, y qué sabiduría es ésta que
le ha sido dada, y cómo se hacen por su mano tales milagros? ¿No es este el
carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus
hermanas, ¿no viven con nosotros aquí? Y desconfiaban de él. Jesús les decía:
No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su
casa. No pudo hacer allí ningún milagro… Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría
los pueblos del contorno, enseñando.
Mc 6, 1-6
Con sus palabras, Jesús
llegaba al corazón de la gente. Era un hombre carismático que no dejaba
indiferente a nadie. Su impacto en quienes lo escuchaban sólo puede explicarse
desde una intensa vivencia y apertura a Dios. Jesús hablaba de aquello que
vivía, sentía y creía. Era un gran comunicador, no solo por su capacidad retórica,
sino porque creía en aquello que transmitía. Este sería un buen fundamento para
la pedagogía moderna: además de adaptar el lenguaje y los criterios a nuestros
tiempos, lo que realmente permanece es la autenticidad y la coherencia.
Jesús suscitaba interés
porque no había distancia alguna entre cuanto decía y vivía. Él encarnaba
perfectamente sus palabras. Por esto interpelaba a las gentes y despertaba su
asombro. ¿Quién es éste?, se preguntaban. ¿Quién le enseña todo esto?
La familia, la primera escuela
Jesús habla con fuerza y
coherencia. A buen seguro Jesús aprendió mucho en su hogar, con sus padres. La
primera Iglesia, el grupo que fundó como familia de seguidores, había tenido su
preludio en una iglesia doméstica: el hogar. Una persona armónica y madura
revela una familia compacta que ha ejercido correctamente su función educadora.
El Papa Benedicto, en el
Encuentro Mundial de las Familias, defendió el valor de la familia como un
valor bueno e insustituible. Nada puede reemplazarla. Querer desplazar la familia de la sociedad
o quitarle su importancia conduce a una pérdida de identidad de la
persona. Cuando el rol del padre y la madre queda confundido o diluido los hijos sufren una enorme
desorientación. No podemos renunciar a la familia, no solo desde el punto de
vista cristiano, sino humano, cultural y antropológico.
Sin familia la sociedad
se desmorona. Por este motivo la
Iglesia la defiende. Nadie puede crecer sin un entorno cálido
y acogedor. Los años de la vida oculta de Jesús, antes de salir a predicar, a
buen seguro fueron tiempos de vivencia familiar, cálida y entrañable, de
cercanía a sus padres y al Padre del cielo.
Nadie es profeta en su pueblo
Pero Jesús encontró poca
fe en su propio pueblo, entre los suyos. Se fue triste de allí, ante su
incredulidad e incluso su ironía, rayando el desprecio. Curó algunos enfermos,
no renunció a su carisma sanador. Pero se marchó en seguida. Nadie es profeta
en su pueblo, reza el dicho popular. Este fenómeno se da en muchos de nuestros
barrios y pueblos. ¿Qué nos va a enseñar éste?, decimos. Y no nos percatamos de
que un pueblo que se cierra a Dios pierde su horizonte.
Vigilemos ante la falta
de fe. En nuestro mundo regido por la tecnología y la ciencia, Dios también
tiene mucho que decirnos. Nos trae un mensaje que da sentido a nuestras vidas.
Si no respondemos a este regalo que nos ofrece, ¿qué será de nosotros? Pero
Dios respeta nuestra libertad; si no lo queremos escuchar se apartará
discretamente, en silencio.
Saber escuchar
Aprender a escuchar es
nuestro gran reto. Escuchemos, no solo con el oído, sino en el sentido hebreo
del término. Escucha significa apertura, aceptación y adhesión total a lo que
oímos. Pero a menudo la prisa, la agitación y la vorágine en la que vivimos
inmersos nos impiden escuchar debidamente. Dios nos puede estar diciendo muchas
cosas cada día. Pero sin reflexión, sin espacios de silencio y meditación, no
podremos oír su mensaje. Una sociedad que no se detiene, que no piensa, camina
hacia el abismo.
Dios sólo pide que le
escuchemos y hagamos vida aquello que oímos.
Autoridad y educación
Jesús hablaba con
autoridad. Hay que tener en cuenta que autoridad no significa poder. Jesús siempre
renunció al poder. La autoridad se refiere a autoría, a convicción profunda, a
autenticidad. La autoridad no coarta la libertad ni destruye a nadie.
El gran trabajo
evangelizador es educar. El significado de esta palabra también debe conocerse:
educar significa sacar afuera. En el caso de la Iglesia , se trata de hacer
aflorar todo aquello de Dios que tenemos las personas. Somos de Dios, estamos
hechos por amor y para el amor, la alegría, la comunicación. El hombre no puede
vivir fragmentado. ¿Qué puede unir y dar solidez al ser humano? Aquel que lo ha
creado. Si nos alejamos de
sus manos amorosas, tiernas, cálidas, ¡nos perdemos!
Un atisbo de cielo
Dios es quien nos da la
vida, la existencia, la familia, los amigos, la fe, y también la razón, la
inteligencia y la capacidad de aprender. El cielo es aquello que sentimos
cuando amamos profundamente. En la tierra ya podemos pregustarlo como estallido
de gozo que transforma toda una vida.
No perdamos la fe. Sin
fe, nuestra vida se convertiría en un gélido desierto, nos tornaríamos
insensibles y sin sentimientos. El mundo necesita dulzura, ternura de Dios,
poesía, estética, para tener sentido.
Convirtámonos en
apóstoles fervientes, sin temor. Hemos de pasar la antorcha de la fe,
encendida, a las próximas generaciones. Ahí está la calidad de nuestra vida:
tener fe añade un valor inmenso a nuestra existencia. El mundo nos espera.
Hemos de brillar para despertar el amor de Dios en la humanidad.
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