Génesis 15, 5-12. 17-18
Salmo 26
Filipenses 3, 17 - 4,1
Lucas 9, 28-36
La lectura del Antiguo
Testamento nos muestra a Abraham ofreciendo un sacrificio a Dios en lo alto de
un monte. Dios acepta su sacrificio, pasando como fuego entre los animales, y le
hace una promesa: será padre de un gran pueblo. Abraham cree sin dudar y el
autor bíblico añade: «se le contó en su haber». Creer en las promesas divinas
nos abre a la maravilla de lo inesperado, que sobrepasa todas nuestras
expectativas. Abraham quería tener un hijo… ¡y fue padre de una multitud!
El evangelio de hoy nos
lleva a otro monte, el Tabor, donde Jesús se transfigura ante sus discípulos
más amados: Pedro, Santiago y Juan. El monte, lugar de oración, es un lugar de
transformación. No es Dios quien cambia cuando rezamos, sino nosotros: somos
transformados y vemos las cosas de otra manera. Allí, en el Tabor, los
discípulos vieron a Jesús como quien realmente era, en su gloria. Hombre y a la
vez Dios. La voz que escuchan no es la de ningún profeta ni su propia
imaginación: es el mismo Padre quien los exhorta a escuchar a Jesús. Esto
cambiará sus vidas radicalmente.
San Pablo escribe a una
comunidad muy querida: la de Filipos. Apenado porque muchos cristianos se dejan
llevar por el materialismo del mundo y por seguir la voz de su propio egoísmo y
complacencia, exhorta a los filipenses a seguir fieles a Jesucristo y a llevar
una vida honesta. Utiliza una expresión hermosa: ¡somos ciudadanos del cielo!
Vivimos en este mundo pero ya no pertenecemos a él. Somos de Dios, somos del
cielo, y llegará un momento en que, al igual que Cristo, todos nosotros seremos
transfigurados y pasaremos a vivir una existencia gloriosa, sin muerte y sin
corrupción. Pablo alude a una realidad misteriosa que solo podía conocer por su
encuentro con Jesús, al igual que la conocieron Pedro, Santiago y Juan: la
certeza de que, más allá de la vida terrenal, nos espera una vida resucitada,
gloriosa, eterna y plena, como no llegamos a imaginar. Esta certeza nos da
valor, esperanza y alegría para vivir, ya aquí, como si viviéramos en el cielo.
No hay lugar para el miedo ni la tristeza. Las lecturas de hoy nos hablan de
vivir con gozo y confianza, amando y haciendo el bien. ¡Somos de Dios! Somos
ciudadanos de su reino.
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