Josué 5, 9-12
Salmo 32
2 Corintios 5, 17-21
Lucas 15, 1-3. 11-32
Con la parábola del hijo pródigo Jesús traza el retrato más vivo y profundo
de quién es Dios Padre. ¡Un Dios cuya justicia es asombrosa!
No basta creer en Dios o creer que existe. ¿Qué imagen tenemos de Dios?
¿Cómo es nuestra relación con él? ¿Nos sentimos juzgados, vigilados,
censurados, controlados? Si decimos que Dios es amor, ¿nos sentimos realmente amados
por él? ¿Confiamos en su amor?
¿Cómo experimentamos su perdón? ¿Nos sentimos justos e irreprochables, como el hijo mayor del relato, merecedores de un premio y con el derecho a juzgar a los demás? ¿O nos sentimos tan miserables, como el hijo menor, que no nos atrevemos a ser hijos, sino solo siervos?
¿Cómo experimentamos su perdón? ¿Nos sentimos justos e irreprochables, como el hijo mayor del relato, merecedores de un premio y con el derecho a juzgar a los demás? ¿O nos sentimos tan miserables, como el hijo menor, que no nos atrevemos a ser hijos, sino solo siervos?
Jesús nos presenta a un Padre Dios de bondad insólita y sin límites. En
primer lugar, nos da total libertad. Deja que el hijo menor se vaya sin
detenerlo, aunque se equivoque. En segundo lugar, es generoso. Le da su parte
de la herencia al joven, aunque no sea el momento y aunque sepa que la va a dilapidar.
Así es Dios con nosotros: nos da la vida, nos lo da todo y no pide
explicaciones ni nos impide seguir nuestro camino. Nos deja libres aunque sea
para alejarnos de él y causarnos daño, a nosotros mismos y a los demás. ¡Qué
misterio tan grande!
Pero ¿qué hace cuando el hijo regresa? Lo acoge. No solo le abre las
puertas de su casa, ¡corre afuera para abrazarlo! Sale, se avanza, “primerea”,
como dice el Papa Francisco. Dios siempre se anticipa porque quien ama mucho no
puede esperar más, ¡corre! Después, perdona, y más aún: olvida. No le pide
cuentas, no le echa nada en cara, no le recuerda sus faltas y su error. Cuando
el hijo empieza a hablar lo interrumpe. Nada de excusas ni humillaciones. Lo
viste como un príncipe y le ofrece un banquete. El cielo está de fiesta, dice
Jesús, cuando un pecador se arrepiente y regresa a los brazos del Padre.
¡Qué Padre tan bueno! ¡Qué Dios tan derrochador de amor, de perdón, de
acogida, de ternura! A los ojos racionales del hijo mayor, que se cree
perfecto, eso es injusto. Su visión es clara, pero carente de amor y de
compasión. Es la postura de quien cree ganar el cielo con sus méritos y
esfuerzos. Jesús nos enseña que el cielo no se gana, lo ofrece Dios a todos,
gratis, y basta solo ser humilde y tener el corazón abierto para dejarse
invitar y acoger, sobre todo cuando hemos caído y nos hemos arrastrado por el
barro del desamparo, la soledad y la pobreza más honda, que es el vacío
interior, la falta de sentido y de amor en la vida. Dios es así: generoso,
respetuoso de nuestra libertad, acogedor y festivo. Como dice San Pablo, nos
llama a todos a reconciliarnos con él. No nos pide cuentas de nada. Nos abraza
y con su amor nos renueva: lo antiguo ha pasado. Lo nuevo ha comenzado.
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