2019-03-21

Convertirse es vivir

3r Domingo de Cuaresma - C

Lecturas:

Éxodo 3, 1-15
Salmo 102
1 Corintios 10, 1-12
Lucas 13, 1-9

Homilía

Las lecturas de este tercer domingo nos pueden sorprender un poco, especialmente el evangelio y la carta de Pablo, por su rotundidad. Nos vienen a decir, tanto Jesús como el apóstol, que si no nos convertimos, pereceremos. Pablo recuerda al pueblo de Israel por el desierto. Dios los acompañaba, Moisés, los guiaba, no les faltó agua ni alimento, pero las gentes protestaron y desafiaron al cielo. La mayoría perecieron en aquel largo trayecto. En el evangelio, Jesús comenta varias catástrofes que han sucedido. Una torre derrumbada, una sangrienta represión militar, cientos de muertos… ¿Eran culpables todos ellos? No, dice Jesús, no más que cualquiera de vosotros. Pero «si no os convertís, pereceréis de mala manera». ¿Suena amenazador? ¿Por qué estas palabras tan duras?

Hay que leer toda la lectura en su contexto para comprender el significado. Hoy también comentamos las desgracias que aquejan al mundo. Los medios de comunicación nos las hacen más cercanas que nunca: guerras, atentados terroristas, asesinatos, o desastres naturales como terremotos y huracanes. Es inevitable que haya muchos que saquen conclusiones o moralejas. Antiguamente se hacía mucho. ¿Venía una peste, un seísmo o una inundación? Algo hemos hecho mal: es un castigo del cielo. Hoy también hay quienes piensan que todas estas calamidades son señales del enfado divino. Como pecamos, dicen, Dios nos castiga. Incluso desde fuera de la mentalidad religiosa, en el pensamiento ecologista, existe cierta tendencia a pensar que la tierra responde airada ante las agresiones y la explotación del ser humano y, en cierto modo, se toma su venganza.  

Pero Jesús nos quita esas ideas de la cabeza. Dios no es un cruel justiciero, ni un castigador injusto. Las catástrofes ocurren. Las provocadas por el hombre son culpa de quienes las propician, aunque las víctimas rara vez son culpables, al contrario. El autor de estas tragedias es el hombre, siempre. Las causadas por la naturaleza no tienen ningún tinte moral: el cosmos es así. Si hay víctimas es, quizás, debido a la ignorancia y a la negligencia humana, que podría prevenirlas mejor con los recursos que hay.

Jesús aprovecha esta ocasión para abordar el miedo que toda persona tiene: el miedo a morir, a perecer de mala manera, a sucumbir violentamente. Es el miedo innato de todo ser humano a ser exterminado, aniquilado y disuelto en la nada.

Y Jesús nos habla de otra muerte, más sutil, pero no menos cierta. Es la muerte en vida de quien ha dejado de creer, de vibrar con la vida, de ansiar el bien. La muerte en vida de quien se niega a cambiar, a abrir el corazón, a convertirse. La muerte en vida de quien se encierra en su ego y no quiere amar ni dejarse amar, o limita su mezquino amor a unos pocos, mientras que el resto del mundo no le importa. Es la muerte en vida del egoísmo, del orgullo, de la obstinación y la cerrazón mental. La muerte del que rechaza a Dios.

Jesús termina con la parábola de una viña que no produce nada. El amo quiere arrancarla, pero el viñador intercede por ese campo estéril. «Déjala este año; yo la cavaré y abonaré, a ver si da fruto…» ¿Quién es este viñador misericordioso?

La viña en el lenguaje de Jesús es el mundo. Somos nosotros, la humanidad. Dios nos plantó y hemos dado bien poco fruto, o nada. El viñador es Jesús. Él se ha hecho humano, comparte nuestro destino y quiere rescatarnos de la quema. Él se ofrece a cuidar la viña. Y lo hizo: la cavó con sus palabras, la regó con su sangre… ¡Esperando que diera fruto! Dios, como vemos, no ha arrancado su viña. Y a lo largo de los siglos, el viñador sigue cavando y abonando, él y todos sus seguidores, que continúan su misión. La viña quizás no da todo el fruto que el amo quisiera, pero va dando sus uvas… y sigue creciendo, pese a todo.

Nosotros somos, a la vez, viña y viñador. Somos planta llamada a dar fruto y ayudantes del viñador, para que otros puedan también abrirse y dar sus frutos. Si damos fruto y ayudamos a que otros lo den, estaremos viviendo una vida auténtica y plena, con sentido, una vida que ni siquiera la muerte podrá derrotar. Moriremos físicamente, sí, pero nuestro ser continuará y nacerá a otra vida que nos espera al otro lado, junto a nuestro Creador. Y, mientras tanto, habremos vivido despiertos, desprendiendo vida y despertando vida a nuestro alrededor. ¡Así claro que vale la pena vivir!  

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