20º Domingo Ordinario - C
Jeremías 38, 4-10
Salmo 39
Hebreos 12, 1-4
Lucas 12, 49-53
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¡Las lecturas de hoy son
tremendas! Las tres nos sitúan ante el conflicto, la persecución, incluso la
muerte. Nos acercan a los cristianos que, ahora mismo, sufren y mueren violentamente
en tantos países. ¿Cómo explicar estas realidades atroces? ¿Qué respuesta nos
da Jesús?
Vivir por la fe no es
cómodo. Es más, intentar vivir según la voluntad de Dios en este mundo es
complicarnos la vida. Nos va a traer problemas de fijo. A Jeremías, por
anunciar la Palabra, lo echaron a un pozo. San Pablo anima a los cristianos de
su tiempo porque sabe que están teniendo dificultades, y aún y así, les dice: «todavía
no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado». Jesús prevé
su muerte violenta, la llama «bautismo», sabe lo que le espera por su
coherencia y su fidelidad al Padre. Y estremecen sus palabras: «He venido a
prender fuego en el mundo ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!» y «No he venido a
traer paz, sino división». ¿Cómo entender esto?
No se puede sacar una
frase de Jesús del contexto de todo el evangelio. Sólo así comprenderemos que
un hombre pacífico, amigo de los pobres, las mujeres y los niños, un hombre compasivo,
que se deja apresar e impide a los suyos que utilicen las armas, no puede
referirse a la guerra como parte de su misión. No es este el mensaje ni debe
utilizarse este discurso para justificar ningún tipo de violencia a la hora de
propagar o defender la fe.
¿De qué fuego habla
Jesús? Del fuego del Espíritu, el amor puro que transforma los corazones y
cambia a las personas por dentro. ¡Ojalá el mundo ardiera de amor, y no de
guerra! Sería, entonces, el reino de Dios en la tierra. ¿Y la división? ¿Acaso
dividir y enfrentar a unos con otros no es propio del diablo? La división de la
que habla Jesús no es voluntad de Dios, pero sí es una consecuencia de la
rebeldía de todos aquellos que no la aceptan. El seguimiento a Jesús acarrea
conflictos porque en ese camino no valen las medias tintas. Por eso una
vocación respondida puede enfrentar a familias, amigos e incluso parejas. El amor
de Dios pide corazones indivisos y, cuando se opta por él —que es una forma de
optar por el amor incondicional a los demás— no hay egoísmos ni compromisos
humanos que valgan.
Leyendo a Jeremías, a
Pablo, a Lucas, uno puede caer en la tentación de pensar: ya que ser bueno y
auténtico siempre nos va a llevar a la cruz, ¿vale la pena seguir a Jesús? ¿No
es una tragedia que los buenos siempre acaben mal? ¿No será mejor una adhesión
moderada, una vida de fe a medio gas, sin comprometerse del todo para evitar
riesgos? ¿No será más razonable evitar los peligros de una entrega radical?
¡Ah, la moderación! Es la
tibieza que mata más que el odio y adormece como un suave opio complaciente. ¡Por
la moderación se pierden tantas personas! Siendo moderados somos como Pilatos,
que no queremos condenar, pero tampoco nos atrevemos a ser justos. O como el
rey Sedecías, que condena a Jeremías incitado por sus ministros y luego permite
que otros lo liberen: ¡un títere sin carácter! No queremos seguir la corriente
del mundo, pero nos asusta seguir la de Dios. Y acabamos, sin querer, causando
más daño del que pretendíamos. Lo peor de todo es que dejamos que nuestra alma
se adormezca y se congele, y esto nos hace incapaces de arder. Es decir,
incapaces de amar de verdad.
Y donde no hay amor… ¿qué
ocupará su lugar, sino el egoísmo, el odio y el aburrimiento? Allí donde los
corazones se congelan hay pista libre para que todos los predadores del alma se
ceben en las personas. Así encontramos sociedades enteras dormidas, manipuladas,
complacientes y sumisas. De tanto en tanto un susto nos despierta, nos
horroriza ver el mal que se desata en el mundo, hacemos un poco de aspavientos
y algún gesto de duelo, pero de inmediato queremos volver a dormir, queremos
volver a distraernos con mil tonterías porque es incómodo estar despierto, ver
que hay tanto por hacer y no hacemos nada.
A los cristianos que no
hemos llegado al martirio san Pablo nos alerta. Tenéis un maratón que correr.
¡No perdáis de vista la meta! Con los ojos fijos en ella ganaréis la fuerza
necesaria. Venimos del amor de Dios, corremos hacia su amor. No, la meta del
hombre bueno no es la muerte trágica. El fin de los buenos no es el absurdo.
Cristo es el modelo: el hombre nuevo, resucitado, el que se entrega y al que
Dios regala una vida eterna. Esta es nuestra meta. ¿Cuesta? ¿Encontramos
oposición, incomprensión, dificultades? «No os canséis ni perdáis el ánimo».
Porque todavía no hemos llegado a la sangre. Y no lo olvidemos. Jesús corrió
este camino solo, y solo se enfrentó a la muerte. Nosotros no estamos solos,
nunca. Él es nuestro compañero. Él carga la cruz más grande. Él nos da alimento
para el camino. Su pan nos fortalece y nos sostiene.
Jesús tan sólo nos pide que
confiemos en él y le sigamos. Que tomemos nuestra pequeñita cruz. Y que no nos
apaguemos. Para entrar en el reino necesitamos arder. Como escribió José Luis
Martín Descalzo, a Dios le gustan los
ardientes.
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