21º Domingo Tiempo Ordinario - C
Isaías 66, 18-21
Salmo 116
Hebreos 12, 5-7. 11-13
Lucas 13, 22-30
Las lecturas de hoy vuelven
a cuestionar la calidad de nuestra fe. En Isaías leemos versos alentadores para
el pueblo dispersado por el exilio. El profeta anuncia un día en que Dios será
proclamado en toda tierra y ese pequeño resto de Israel volverá a reunirse. Es
un Dios que recoge, rescata, llama y anima a sus hijos. No deben rendirse.
Pablo, como Isaías, también
se dirige a una comunidad que atraviesa dificultades. Y utiliza una
comparación: como un padre que ama a su hijo y lo corrige, así Dios permite las
pruebas para que su pueblo amado se forje a fuego, crezca y madure. Los
problemas no son un castigo, sino una enseñanza que puede fortalecer a la
comunidad.
Al lado de estas dos
comunidades sufrientes a las que hay que animar, el evangelio nos muestra la
otra cara de la moneda: una comunidad muy apoltronada, muy segura en sus
creencias y en su práctica, que cree tener garantizada la salvación. A estos
acomodados Jesús los avisa: ¡cuidado! Porque quizás muchos creen estar salvados
y serán arrojados fuera de la presencia de Dios. En cambio, muchos que se
consideran perdidos, pecadores, alejados, serán acogidos en su gloria. «Muchos
últimos serán primeros, y muchos primeros, últimos».
¿Qué quiere decirnos
Jesús? Es un discurso severo que debería hacernos saltar de nuestra fe, a veces
tibia y poco comprometida. ¿Quiénes son los primeros? Quizás son aquellos que
piensan que la fe es cuestión de voluntad, perfeccionismo y méritos propios. Y
la fe, claro que no es ociosa. Quien ama trabaja, sirve y actúa por el bien de
los demás. Pero no es una carrera para acumular puntos ante Dios. ¿Qué podemos
ofrecerle, comparado con lo que él nos da? El voluntarismo puede llenarse de
orgullo. Del altruismo se pasa a la vanidad, y del servicio al poder. Como hago
mucho, merezco mucho. Me he ganado la salvación. Pero a lo mejor resulta que en
el cielo «no me conocen». He llenado mi vida de mí mismo, de mis conocimientos
y mis obras —aun siendo valiosas—, y no he dejado espacio para Dios.
Los últimos ¿quiénes
serán? Los humildes y los pobres de Dios. Aquellos que pueden pasar por la puerta estrecha, porque no tienen el ego
hinchado. Aquellos cuya única riqueza no es lo que tienen ni lo que hacen, sino
Aquel que los posee y obra en ellos. Aquellos cuyo único tesoro es Dios. Como
dice san Pablo, «sólo me glorío en Jesucristo». Él es lo único que vale la pena
en mi vida… y él no es mío: soy yo quien le pertenezco. Nada importan mis
afanes y logros. Todo es por él y para él. Quizás en las puertas del cielo nos
sorprenderá ver quiénes pasan por delante de nosotros. Quizás veremos a
personas que hemos despreciado o hemos considerado menos que nosotros, incluso
alejadas de la Iglesia y de Dios. Quizás nos pasarán por delante grandes
pecadores, fracasados, desechados en el arcén de la vida… Almas de Dios. Para él,
ni una sola está perdida.
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