Sabiduría 9, 13-18
Salmo 89
Filemón 9b-10. 12-17
Lucas 14, 25-33
Descarga aquí la reflexión de este domingo.
Las tres lecturas de hoy son
un poco incómodas. El libro de la Sabiduría nos dice que las cosas de Dios son
demasiado altas e inalcanzables para comprenderlas si su Espíritu no nos
ilumina. ¿Quién rastreará las cosas del cielo? O bien son muy utópicas: San
Pablo le pide a Onésimo que reciba a su esclavo fugitivo, ahora como hombre
libre, hermano en la fe. ¿Es posible saltar por encima de las clases sociales? Las
cosas de Dios también pueden ser demasiado difíciles: Jesús dice que nadie
puede seguirle si no pospone a su familia, a sus padres e hijos, a su cónyuge. ¿Es
posible valorar a alguien por encima de los de nuestra propia sangre?
Admitámoslo: aún entre los creyentes, nuestro primer valor casi siempre es la
familia, por encima de Jesús y de la fe.
Nos quedamos con esas
frases del evangelio y nos decimos que son demasiado para nosotros. Solo unos
pocos “elegidos” son capaces de renunciar a tanto. ¿Cómo vamos a preferir a
Jesús por encima de nuestros propios padres, hijos o esposos? El seguimiento a
Jesús es para los curas, los religiosos o los misioneros, no para mí.
Pero Jesús añade algo que
seguramente se nos pasa por alto: para seguirle también hay que posponerse… ¡a uno
mismo! Y ahí tenemos la clave: quien vive para sí no puede seguir a Jesús. Ante
Dios no valen las idolatrías: se le adora a él, o se adora a otro. Y ese otro
casi siempre es uno mismo. Cuando yo soy el centro de mi vida, todo cuanto gira
a mi alrededor es importante siempre que me aporte algo. Muchas veces valoramos
la familia por el estatus y la seguridad que nos aporta: nos hace sentirnos importantes,
arropados, queridos, necesarios; nos da buena imagen ante el mundo…
Jesús no engaña a sus
seguidores. No les promete éxito fácil ni complacer los deseos del ego. Les pone
la comparación del hombre que calcula sus gastos y el general que mide las
fuerzas de su ejército y del enemigo. Si queremos seguir a Jesús hemos de darlo
todo y estar dispuestos a todo. Necesitamos desprendernos del afán posesivo, de
cosas y de personas. Esto significa que centro mi vida, no en mí mismo, sino en
él. Me “des-centro” y me vuelco en amar al otro. Porque amar a Jesús y amar al
prójimo son sinónimos. Si me pospongo a mí para seguirle, no debo temer. No
sólo amaré a Dios; amaré a los demás sin
condiciones, y amaré mucho mejor a mi familia y a mis amigos si dejo de vivir
centrado en mí. ¿Es imposible? Si lo intentamos solos, quizás sí. Pero no
estamos solos. Cada uno lleva su cruz, pero la cruz más pesada la lleva Cristo.
Él camina con nosotros, él nos ayuda y nos alimenta con su pan.
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