Habacuc 1, 2-4
Salmo 94
Timoteo 1, 6-14
Lucas 17, 5-10
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Las lecturas de hoy nos hablan de la fe. ¡La fe! Virtud teologal, puntal de
nuestra vida religiosa. ¿Cómo la entendemos y cómo la vivimos?
A menudo pensamos que la fe es creer que Dios existe. Pero eso es demasiado
fácil. ¿Creemos que este Dios, además de existir, está cerca de nosotros?
¿Creemos que está vivo y que actúa en nuestra vida? ¿Creemos que es nuestro
amigo, que nos ama y quiere nuestro máximo bien? A veces decimos creer en Dios
pero nuestra actitud es de una terrible desconfianza. Actuamos como si fuera un
juez castigador y le tenemos miedo; o bien decimos que nos envía pruebas, o que
“permite” que nos sucedan desgracias, con lo cual lo estamos tachando de
injusto o arbitrario. Otras veces nos afanamos y nos estresamos, queriendo
controlarlo todo, sin dejar ni un poquito de margen a su gracia y a su ayuda. O
nos angustiamos, olvidando que él está cerca. Y otras veces anteponemos
nuestros planes a los suyos: planificamos sin contar con él y lo barremos de
nuestra vida cuando no nos interesa pedirle favores.
Confiamos en amigos, en familiares, en nuestra pareja… ¿Y no sabemos
confiar en Dios? ¿Por qué nos cuesta tanto creer que él puede cambiar nuestra
vida? ¿Por qué nos resistimos a creer que él puede sanarnos, convertirnos,
regenerar tanto nuestro cuerpo como nuestra alma? ¿O es que, en el fondo, no
queremos estar sanos ni queremos renovarnos?
Jesús no nos pide una fe enorme. Bastaría una fe pequeñita como un grano de
mostaza para mover montañas. ¿Ni siquiera tenemos esos poquitos gramos de fe?
¿Qué nos sucede? La fe es un regalo de Dios, cierto. Si no tenemos, podemos
pedírsela. De todas las peticiones que le hagamos, seguro que es una de las que
más le alegran. ¿Cómo va a dejar de dárnosla?
Tener fe obra milagros. El mayor milagro no es mover montes, sino mover
almas y enternecer corazones de piedra, convirtiéndolos en corazones de carne
capaces de amar y de perdonar. Una conversión de vida es un milagro. Y cuando
uno ve su vida transformada por la fe no puede menos que convertirse en
anunciador de la buena noticia. A lo mejor nuestro problema es que no queremos.
Porque sabemos que recibir tanto amor nos compromete, y no queremos responder
amando y haciéndonos apóstoles.
Ser profeta no siempre es cómodo. Lo vemos en el escrito de la primera
lectura, donde Habacuc se queja a Dios por la dureza de su cometido. Jesús en
el evangelio también da una lección de humildad a todos los que trabajan por su
reino. No creamos ser importantes porque tengamos una tarea pastoral, misionera
o evangelizadora. Somos siervos, portadores de un tesoro que no es nuestro,
sembradores de una luz que hemos recibido y que se apagará si no la damos a
otros. La humildad del sirviente, que no se cree grande y trabaja con fervor, da
alegría y ayuda a perseverar. No temamos: si estamos con Dios, él está con
nosotros. Nos dará todo lo que necesitemos para trabajar en su mies. Y lo
mejor: ¡se nos da él mismo! Trabajamos de sol a sol, pero su pan nos alimenta
cada día. Cristo fortalece nuestro cuerpo y reafirma nuestra fe.
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