Éxodo 37, 7-14
Salmo 50
Timoteo 1, 12-17
Lucas 15, 1-32
Las lecturas de hoy son
preciosos broches en este Año de la Misericordia. Todas nos muestran distintos
retratos de Dios, visto desde diferentes lados. Pero todas nos muestran que
nuestro Dios, Padre, tiene un corazón
tierno de madre, incapaz de juzgar y de condenar. Siempre está dispuesto a
perdonar y a olvidarlo todo, listo para festejar el regreso del hijo que se
alejó y vuelve al hogar.
En la lectura del Éxodo vemos
cómo el pueblo en el desierto se cansa y se pone a idolatrar un dios-novillo,
una imagen fabricada en oro. Es como si hoy adoráramos algo visible, material,
el fruto de nuestro esfuerzo y nuestro trabajo, nuestra propia obra. Moisés se
enfurece, ¡defiende la causa de Dios! Pero Dios no se enfada como él y se
muestra paciente. ¿Cómo va a castigar al pueblo que ama? Igualmente hoy
podríamos pensar que Dios no se irrita contra los ateos, los materialistas y
los despistados que corren en pos de diosecillos falsos (fama, dinero, confort,
tecnología o bienestar material…) En cambio, se muestra paciente y pide a los
creyentes que sepamos dar un testimonio de auténtica caridad y empatía con los
dramas que sufren nuestros contemporáneos. Queremos ser más exigentes que Dios…
¡qué osados!
San Pablo relata con
honestidad conmovedora su conversión. Se describe como un arrogante, descreído
y violento. Pero Dios tampoco lo castigó. Lo miró con compasión, lo llamó… ¡y
se fió de él para darle una gran misión! De perseguidor a apóstol ferviente. La
conversión de Pablo debería animarnos a todos: si Dios pudo obrar tal cambio en
él, ¿qué no podrá hacer en nosotros, si nos dejamos? Ah, pero falta que, como
Pablo, caigamos de nuestro caballo y escuchemos la llamada.
Jesús, ante los
criticones que le acusan de comer con pecadores, responde con tres parábolas
sencillas y de gran hondura. Los pecadores somos ovejas descarriadas del rebaño,
monedas perdidas, tesoros extraviados. Somos hijos pródigos que hemos
dilapidado nuestra vida (el gran bien que Dios nos ha dado) invirtiendo nuestro
tiempo y energía quizás en cosas que no valen la pena. No hace falta gastar el
dinero en juego y en mujeres para ser hijos perdidos. Podemos gastar la vida
estresándonos en tareas inútiles, dispersos con el whatsapp, Internet, la tele
o los comadreos frívolos, amasando una fortuna para nada, descuidando nuestras
relaciones con la pareja, los hijos, la familia… Dios tiene paciencia. Dios nos
espera, como el padre de la parábola. Jesús nos busca, como el pastor valiente
o la mujer que barre su casa. ¿Puede una madre condenar al más criminal de sus
hijos? Pues Dios, que es aún más amoroso que una madre, tampoco lo hará. Ablandemos
nuestro corazón y descubriremos que Dios tiene su corazón abierto de par en par
para recibirnos, siempre.
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