Números 6, 22-27
Salmo 66
Gálatas 4, 4-7
Lucas 2, 16-21
Decía san Agustín que María, antes de concebir a Jesús en su
vientre, ya había alojado a Dios en su corazón. ¡Madre de Dios! Es el título
quizás más bello e impresionante de María. Madre de su mismo Creador, madre del
Padre de todos. Madre, por tanto, de todas las criaturas y del universo entero.
En su corazón estamos todos, y a todos nos llega su amor.
Las lecturas de hoy nos hablan de la paternidad de Dios: un
Dios que, como padre amoroso, mira con ternura a sus hijos. Se repite esta
expresión en el libro de los Números y en el salmo 66: Dios hace brillar su rostro sobre nosotros.
Esa luz es la gracia que se derrama sobre María. Nadie más que ella llevó a
Dios en su vientre, nadie ha sido inmaculado como ella, desde su concepción.
Pero llevar a Dios en el corazón y ser inmaculados por la sangre de Cristo que
nos lava… ¡lo podemos ser todos!
Y a eso estamos llamados. María es nuestra maestra. Como
ella, todos podemos guardar estas cosas,
meditándolas en el corazón. ¿Qué cosas? No llenemos el corazón de
frivolidades y basura. No lo llenemos de rencores, envidias y fantasías
irreales. Llenémoslo de lo único que nos puede saciar, de lo que nos sana, nos
da vida y nos llena de fuerza y alegría. Llenémoslo de Dios. Llenémoslo de sus
enseñanzas, de su amor, de su paz. Llenémoslo de experiencias de donación, de
generosidad, de entrega amorosa, de afecto. Así, preñados de Dios, como María, nuestra vida será fecunda y plena.
San Pablo nos recuerda que, gracias a Jesús, podemos llamar
a Dios Abba, papá, y sentirnos hijos.
No somos esclavos de un Dios tirano ni huérfanos de un universo sin Dios. Somos
hijos amados de un padre tierno. De la misma manera, podríamos decir que
tenemos una madre, María. ¿Por qué no llamarla a ella, cariñosamente, mamá? Santa
Teresita decía que no podía imaginarse a la Virgen como una reina grandiosa,
solemne, elevadísima, ante la que caer de rodillas. Más bien, decía, la imagino
como una madre que hace crecer a sus hijos, que no los abruma ni los avasalla,
que se pone a su nivel, con sencillez. Una madre tierna, cariñosa, discreta,
que trabaja, reza y sostiene a su familia sin querer destacar ni subirse a un
pedestal. Como tantas madres están haciendo en estos días de fiestas
familiares: cocinan, compran, friegan, acogen, atienden… Dejan que los demás
sean los protagonistas, cuando son ellas las que sostienen el hogar. Sin ellas
quizás no habría verdadera fiesta. Ellas mantienen el fuego de todas las casas,
la llama viva de todas las familias. Así es María: fuego en el hogar grande de
la Iglesia, fuego en el hogar de cada familia. Tengámosla presente y
aprendamos, como ella, a guardar todas
esas cosas, las que de verdad importan, en el corazón.
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