Isaías 52, 7-10
Salmo 97
Hebreos 1, 1-16
Juan 1, 1-18
El otro día en catequesis expliqué a los niños que Dios,
cuando vino al mundo, no quiso nacer como hijo de reyes, sabios o famosos.
Tampoco nació en un palacio ni en una gran ciudad como Roma. Al contrario,
nació en un establo, María y José eran muy humildes y el nacimiento del niño pasó
desapercibido. Sólo se enteraron unos pocos pastores, sus vecinos y unos sabios
despistados venidos de Oriente. ¿Por qué creéis que Dios eligió venir así?,
pregunté a los niños. ¿No hubiera sido más lógico venir de otra manera, para
que todos pudieran conocerlo y adorarlo con admiración y respeto?
Algunas niñas dieron respuestas reveladoras. Dios quiere
ayudarnos, dijo una. A Dios le gusta la gente sencilla y pobre, contestó otra.
Y una tercera dijo: Dios quiere que seamos como él, por eso él se hace como
nosotros. ¡Creo que pocos teólogos podrían mejorar esta respuesta!
Sí, Dios se hace uno de nosotros, se humaniza porque quiere
divinizarnos y compartir su reino con nosotros. La gran noticia no es sólo que
Dios exista… ¡Es que Dios está de nuestra parte! Está realmente con nosotros, no solo por encima, ni en
las honduras insondables, sino codo a codo, al lado, compartiendo nuestras
alegrías y dolores, nuestras miserias y sueños. Con el nacimiento de Jesús se
ha tendido un puente entre el cielo y la tierra, que ya nadie podrá derribar.
La tierra, como dijo un poeta, está empapada de cielo. El mundo está envuelto
en cielo, mecido en brazos de Dios igual que él lo estuvo en brazos de María,
la mujer, la madre, la hija de la tierra.
Con toda la modestia de su nacimiento, Jesús no deja de ser
la Luz, que es «la vida de los hombres». Con él empieza un cielo nuevo y una
tierra nueva, rejuvenecida por el torrente de amor divino. Por eso con su
nacimiento el cielo está de fiesta y los ángeles cantan. Nosotros, que somos
ciudadanos del cielo, también estamos de fiesta hoy, porque las consecuencias
de ese nacimiento duran hasta hoy y duraran hasta el final de los tiempos.
Vivamos la Navidad con sobriedad y sencillez. Que el trajín de las fiestas no
nos haga olvidar su sentido. Que sea de verdad una fiesta de encuentro, donde
se hagan ciertas las palabras de Jesús: «donde estén dos o más reunidos en mi
nombre, allí estoy yo». No olvidemos al primer invitado a estas fiestas.
Abramos nuestro hogar a Jesús, que está a la puerta y llama.
Descarga aquí la reflexión de este día. ¡Feliz Navidad!
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