Isaías 58, 7-10
Salmo 111
1 Corintios 2, 1-5
Mateo 5, 13-16
Vosotros sois la luz del
mundo… dice Jesús. Tu luz romperá como la aurora… anunció Isaías. No vine a
vosotros con sublime elocuencia o sabiduría, débil y temeroso… escribió San
Pablo a los corintios.
¿Cómo aunar la humildad
de san Pablo con el brillo que nos pide Jesús, con la claridad que desprende el
justo, según Isaías? ¿Se puede ser a la vez modesto y brillante? ¿Se puede
vivir con sencillez y a la vez resplandecer? ¿Cómo entender estas tres lecturas
de hoy?
Las personas somos como
velas. Formadas de materia física, perecedera, tenemos en nosotros una energía
que nos permite dar luz y calor. Pero la llama que se enciende en la vela,
aunque arde en ella, no viene de ella misma, sino de afuera: alguien la
encendió. Igualmente, nosotros poseemos un cuerpo, una vida y un alma llena de
luz. Ardemos mientras vivimos, pero la fuente de esa luz no está en nosotros:
nos la infundió el Creador. ¿Cuál será la misión más hermosa y plena de una
vela? Arder, dar el máximo de luz, hasta consumirse. Nuestra misión en este
mundo es similar. Jesús nos llama a brillar y a dar luz a otros. Y una luz no
puede esconderse ni taparse. Si no dejamos que esa luz resplandezca en
nosotros, viviremos a medio gas, ahogados espiritualmente, y nuestra vida será
en gran parte malograda.
Por eso el cristiano es
valiente, e incluso puede parecer en algún momento arrogante, porque no se
acobarda ni se esconde. ¡El bien debe brillar! Pero a la vez que audaz, es
humilde, pues sabe que esa luz que transmite no es suya, sino de Dios. Como
dice San Pablo, si su acción da algún fruto, será por el poder y la sabiduría
de Dios, no por la suya.
Es hermoso vivir siendo
vela que arde e ilumina. Jesús nos llama a vivir generosamente, abundantemente,
con esplendidez. No seamos tacaños con la luz
que hemos recibido. No nos contentemos con ir tirando… Démoslo todo, como
vela que arde, como flor que estalla en colores, aunque nadie o muy pocos la
miren. Demos fruto como la vid y
brillemos como una estrella, que no puede dejar de arder. No nos guardemos la
luz para nosotros, cerrándonos en nuestra
carne, como dice Isaías. Entregándonos y dándolo todo encontraremos la
plenitud.
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