Sabiduría 12, 13-19
Salmo 85
Romanos 8, 26-27
Mateo 13, 24-43
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El mundo es un trigal,
como los campos dorados que estos días de verano podemos ver recién segados,
algunos con sus pacas de paja alineadas, esperando ser llevadas a los establos.
El mundo es un trigal de espigas granadas, pero, como en todo campo, también en
él crecen las malas hierbas. ¿De dónde vienen, si el sembrador plantó buena
simiente? «Un enemigo lo ha hecho», dice el amo de la mies. Con esta
comparación, Jesús nos explica una realidad con la que nos topamos cada día: el
misterio del mal. En el mundo hay mucha belleza y muchas personas buenas que se
levantan con el ánimo de servir, amar, trabajar y hacer algo por los demás.
Pero también hay mucho odio, mucha violencia y males inexplicables que a veces
afligen a los más inocentes. El mal está tan activo como el amor.
¿Qué hacer? Entre las
personas creyentes, y también entre muchísimas personas agnósticas «de buena
voluntad», abundan los que empezarían a cortar cabezas; es decir, los que
querrían segar la cizaña, extirpar el mal del mundo, acabar con los «malos»,
los corruptos, los violentos, los intolerantes, los ladrones… Admitámoslo: en
cada uno de nosotros vive un pequeño dictador en potencia, un juez muy
dispuesto a condenar y a barrer del mapa a todos aquellos que consideramos
dañinos, mala cizaña. Y seríamos capaces de hacer todo esto en nombre de Dios,
con la mejor intención del mundo.
¡Menos mal que Dios no es
así! Nuestro Dios, ese Dios que es padre, lento a la ira, rico en misericordia,
sabe mejor que nadie que en el mundo hay mucha cizaña, muy mala semilla que
amenaza con arruinar su cosecha. Pero ¿qué hace? «Dejad que crezcan juntos». No
sea que, por cortar lo malo, dañemos lo bueno. Porque ¿quién puede decir que es
trigo limpio al cien por cien? ¿Quién es perfecto? ¿Quién es bueno, sin tacha?
¿Quién puede tirar la primera piedra? Sólo Dios podría y no lo hace, porque ama
tanto a todos sus hijos, incluso a los «malos», que nos quiere dar una
oportunidad. Hasta el último momento esperará una conversión, un cambio, un
arrepentimiento. Porque la cizaña no
está solo en el mundo, sino en nuestro corazón. En nuestro corazón crecen las
malas semillas entremezcladas con las espigas buenas.
Sí, es cierto que un día
todos recogeremos el fruto de nuestra vida. Un día, como dice san Juan de la
Cruz, nos examinarán del amor y en la medida en que hayamos amado recibiremos
nuestra recompensa en el reino de los cielos. Pero hasta que no llegue ese
momento, que es el de nuestra muerte, Dios nos dejará crecer y dejará que
seamos profundamente libres para elegir la vida o la muerte, el bien o el mal,
amar u odiar, ser amigos suyos o vivir de espaldas a él. Dios ama y nos
respeta, porque nos ha hecho libres como él. Nosotros quisiéramos encorsetar a
Dios y darle lecciones; él jamás lo hará con nosotros.
¡Qué hermosa y desafiante
es la libertad! Muchos no la entienden, o la temen. Por eso les cuesta
comprender y aceptar esta parábola. El miedo a la libertad, la propia y la
ajena, propicia estas actitudes autoritarias de querer cortar la cizaña antes
de tiempo. Dios no es así. Dios no es un inquisidor ni un dictador. No nos
controla, no nos corta las alas. No nos ata. Nos ama y nos espera siempre. Y
sigue derramando sobre nosotros su sol y su lluvia, su amor y su misericordia,
esperando que, un día, todos seamos buena semilla y demos fruto.
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